Breaking Bad se estrenó en 2008, con una temporada de tan solo siete episodios. En Latinoamérica, fue Sony Entertainment Television el canal encargado de transmitir el programa, que para la segunda temporada ya había sido trasladado al canal AXN.
En aquel entonces, cualquiera pudo haber dicho que el show no daba para mucho más. La historia era complicada en materia de empatía –un profesor de química al que se le diagnostica cáncer inoperable de pulmón, quien decide manufacturar metanfetamina para dejarle dinero a su familia–, y quizá el público no estaba del todo listo para afrontarla.
Hoy celebrada como una de las mejores series televisivas de la historia de la televisión, y humildemente ganadora del apetecido Emmy a la mejor serie dramática de este año (por primera vez en cinco años de estar al aire), Breaking Bad tuvo que escalar miles de peldaños para llegar al podio. Pero en el proceso probó algunos estándares de lo que será la televisión del futuro.
Con menos de dos millones de audiencia gringa, en promedio, durante sus primeras cuatro temporadas al aire, Breaking Bad fue haciendo olas cada vez más grandes, en especial para una serie tan comentada que aquellos números se le quedaban cortos desde entonces. Claro está: la mayoría de la gente empezó a verla en Internet, para ponerse al día.
Esa cifra de ráting se superó en 2012, cuando se transmitió la primera parte de su quinta y última temporada, cuya segunda tajada no ha hecho menos que doblar todos sus rátings anteriores. Ahora, por dicha, ya se hace justicia: la semana pasada, por ejemplo, salió al aire el penúltimo episodio de la serie, que alcanzó un pico de 6.6 millones de televidentes… ¡al mismo tiempo que se transmitían los Emmy!
Nada tonto, Vince Gilligan (el creador, quien también estuvo detrás de cámaras en The X-Files) culpa al servicio en línea Netflix del éxito ascendiente que ha tenido su serie, señalando que la televisión no es lo mismo ahora que en 2008, cuando apenas empezaba a rodar la fascinante historia de Walter White, el protagonista, encarnado por Bryan Cranston (el papá de Malcolm en la icónica sitcom Malcolm in the Middle).
Por otro lado, Breaking Bad nos hizo cuestionarnos nuestros propios valores, nuestra moral, y conforme avanzaron las temporadas, el por qué quisimos ponernos del lado de Walter White en primer lugar; por qué deseábamos la redención de un personaje que se volvía más malévolo en cada episodio.
Como todo buen arte, ese hecho es un reflejo propio de la sociedad en la que vivimos, y de cómo muchas personas tienen necesidades o urgencias que están por encima de nuestra escala de valores. No voy con el dicho de que el fin justifica los medios, pero sí estoy consciente de que la vida y nosotros mismos nos ponemos frente a situaciones en donde tenemos que escoger un valor sobre otro, y eso tiene tenaces consecuencias en nuestras vidas y las de quienes nos rodean, para bien o para mal.
Algunos podrían decir que Breaking Bad es, en parte, una apología del narcotráfico y de la metanfetamina (una de las drogas más mortales de la actualidad, la cual puede ser producida por cualquiera, en donde sea), pero basándonos en la narrativa de la serie, aquel es un mundo macabro, violento, devastador y en el que cualquier persona, incluido el buen Walter White –un padre de familia, después de todo–, es capaz de dejarse desalmar hasta el punto de ser irreconocible para los que lo rodean y para los televidentes.
Esta noche se acabará Breaking Bad en EE.UU., pero el mundo nos permite disfrutar del entretenimiento sin necesidad de un televisor. Mi mejor recomendación es que la vea desde un inicio, que se sumerja en su trama y que se deje llevar por el Sopranos de nuestra generación. A la hora de escribir esto, no sé cómo va a terminar la serie, pero sé que todos estos cinco años en los que he tenido el corazón en la mano después de cada episodio han valido la pena.