He escuchado disertar sobre el reino de la palabra. En una oportunidad escuché disertar a Eusebio Leal y Tony Raful, cronista de La Habana el primero y el exministro dominicano de la Cultura el segundo, y me remitieron en sus intervenciones a oradores latinoamericanos que he conocido de diversa manera: Jorge Eliécer Gaitán, Jóvito Villalba, Andrés Eloy Blanco, Arturo Uslar Pietri, Mons. Mariano Parra León, José Rodríguez Iturbe y Manuel Alfredo Rodriguez.
Los recientes dislates sobre el idioma, nos convocan a reflexionar sobre el manejo de la lengua, el conocimiento del orden gramatical, el don de la palabra, su poder mágico. Definitivamente se trata de un arte y una gracia que denotan sabiduría. Las ferias de libros, los concursos literarios de diverso género, los discursos académicos, conforman un legado que no solo satisface a sus organizadores, sino que deja huellas imperecederas.
La defensa del idioma como un elemento de la nacionalidad, no ha sido asumida a plenitud por los gobiernos y las academias encargadas de velar por su conocimiento. Los certámenes de oratoria, desarrollando un tema y las propias clases sobre esta materia han desaparecido del elenco de asignaturas del bachillerato. La palabra escrita o hablada en la lengua madre pareciera estar de vacaciones o enferma. Por ello, con el correr del tiempo, se aprecia el trabajo del venezolano y dominicano Rafael María Baralt, en su celebre Diccionario de Galicismos en defensa del idioma español.
Es P. Masson quien afirma que “En virtud de la palabra el hombre es superior al animal y por el silencio se supera a si mismo”. Ni deslenguados, ni avaros de la palabra. Porque hay astutos que sin opinión alguna, se escudan en el silencio.
Y a propósito del silencio, qué difícil es callar. La Biblia le atribuye a este control sobre si mismo, sabiduría. Nada más dañino, que hablar cuando es oportuno callar. Thomas Bourne llama a esta cualidad “el honor de los sabios”. Y Lacordaire afirma que “Después de la palabra, el silencio es el segundo poder del mundo”. Existe sin duda, una ciencia del silencio. Una elocuencia del silencio. Por eso qué importante es en la vida de un hombre, por encima de las circunstancias más amargas por las que pueda atravesar, saber administrar la palabra y el silencio. Dejar escapar palabras a destiempo, cuando uno se sabe poseedor de la verdad, dueño de su oficio, es una torpeza.
En el diplomático esta cualidad, se convierte en una exigencia. Lo llevan al extremo de eliminar casi de su vocabulario y de sus gestos, dos palabras con las cuales trabaja a diario la lengua: el si y el no. Debe sustituirlas por “es posible”, “tal vez”, “veremos”, “en otra oportunidad”. La mesura en el diplomático es vital. Una gimnasia continua de saber esperar la certera ocasión de responder y hacerlo con toda autoridad y fuerza, lo convierten en un gigante del dominio de si mismo. Dueño de su silencio se fortalece. Señor de la espera se acrecienta.
Toda esta reflexión viene, a propósito de las absurdas intervenciones contra el idioma que ha hecho Maduro en el ejercicio del cargo de Presidente. Y de la precipitación en esta semana del canciller Jaua, que no esperó que se clarificara lo de la solicitud para el viaje a China y el permiso de Estados Unidos, para pasar el avión por territorio norteamericano y salir a vociferar contra el imperio.
Lo vergonzoso de este episodio es conocer que no se le solicitó a Estados Unidos la autorización en el tiempo debido, lo que revela en manos de quién está la Cancillería y saber además que Maduro está viajando en aviones cubanos. El colmo. En estos próximos días debemos estar atentos sobre la intervención de Maduro en las Naciones Unidas en Nueva York y roguemos a Dios que esta vez no se diga que el podium huele a azufre, sino que se arreglen las relaciones entre Estados Unidos y Venezuela. Ese foro mundial nos coloca delante del mundo y hacer el ridículo nos perjudica a todos.