La luz de la fe: la tradición de la Iglesia ha indicado con esta expresión el gran don traído por Jesucristo, que en el Evangelio de san Juan se presenta con estas palabras: « Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas » (Jn 12,46). También san Pablo se expresa en los mismos términos: « Pues el Dios que dijo: “Brille la luz del seno de las tinieblas”, ha brillado en nuestros corazones » (2 Co 4,6)” (PAPA FRANCISCO, Enc. Lumen fidei, n. 1).
Así comienza la carta encíclica papal del año de la fe. Y nos sugiere que la fe cristiana, por la que respondemos a la Revelación divina, es una gran luz que ilumina nuestro caminar. Con demasiada frecuencia se habla de la oscuridad de la fe, cuando en realidad este asentimiento a Dios es sobre todo luz. Es oscuridad sólo en el sentido de que nuestro conocimiento de las realidades divinas es limitado frente a la inconmensurable riqueza de éstas. Es verdad que falta la evidencia sensible (la fe es creer lo que no vemos), pero tenemos la seguridad y la garantía de responder a Dios, que si se engaña ni quiere engañar.
Nosotros tenemos la luz de nuestra razón, que nos permite conocer la verdad, pero que no es la única luz. Quien busca la verdad debe buscarle en toda su amplitud y riqueza, y no cerrarse al riquísimo aporte que la Sabiduría divina ha querido hacer al hombre. Esa cerrazón sería muy poco razonable. “Poco a poco, sin embargo, se ha visto que la luz de la razón autónoma no logra iluminar suficientemente el futuro; al final, éste queda en la oscuridad, y deja al hombre con el miedo a lo desconocido. De este modo, el hombre ha renunciado a la búsqueda de una luz grande, de una verdad grande, y se ha contentado con pequeñas luces que alumbran el instante fugaz, pero que son incapaces de abrir el camino. Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso, es imposible distinguir el bien del mal, la senda que lleva a la meta de aquella otra que nos hace dar vueltas y vueltas, sin una dirección fija” (Idem, n. 3).
Una peculiaridad de la luz de la fe es que ilumina todo el conjunto de la vida humana, tiene un carácter totalizante. No es una claridad para sólo un aspecto puntual, sino que señala la orientación y el sentido de toda la peripecia vital. La fe nos aclara de dónde venimos y hacia dónde vamos. “La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo. Por una parte, procede del pasado; es la luz de una memoria fundante, la memoria de la vida de Jesús, donde su amor se ha manifestado totalmente fiable, capaz de vencer a la muerte. Pero, al mismo tiempo, como Jesús ha resucitado y nos atrae más allá de la muerte, la fe es luz que viene del futuro, que nos desvela vastos horizontes, y nos lleva más allá de nuestro « yo » aislado, hacia la más amplia comunión” (Idem, n. 4).
No son suficientes las luces humanas para encaminar la vida. “Por tanto, es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo” (Idem). Esto es particularmente claro en la época en que vivimos. “Porque una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos; ha de venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en definitiva, de Dios. La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida” (Idem).