LAS RAZONES DE LA PROCURADORA ARGENTINA

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Escucho a la señora Alejandra Gils Carbó – cabeza del Ministerio Público argentino – durante la audiencia que nos congrega en la Corte Suprema de Justicia de la Nación en calidad de «amigos de la Corte». Ambos, entre otros, ofrecemos ópticas distintas a sus Ministros para la mejor decisión del caso que opone al Grupo Clarín con el Estado Nacional dada la Ley de Servicios Audiovisuales, pero quedo estupefacto. Las sinrazones de la ley mordaza que se sanciona en Venezuela antes y en Ecuador hace pocos meses, aquélla las hace propias. Ninguna relación tienen con lo jurídico y con su rol, y sí mucho de militantismo político. Lucha porque se transforme a la libertad de expresión en objeto bajo disposición del Estado, en una suerte de privilegio que se otorga y quita y le permite a éste hasta controlar los contenidos informativos, reduciendo los espacios de la prensa libre. Todo a cambio de favorecer la hegemonía comunicacional del Estado a quien ve como un padre bueno y fuerte, suerte de «gendarme neceario» quien educa a su pueblo ignorante.

De modo que, ante el debate sobre una ley de intervención en la radio y televisión privadas y acerca de la razonabilidad, necesidad, proporcionalidad, congruencia y legitimidad democrática de los medios de que dispone para alcanzar sus propósitos declarados: mayor pluralismo y diversificación en el uso del espectro radioeléctrico, a la Procuradora apenas le preocupa que la demandante mantuvo relaciones con el gobierno democrático de Carlos Menem, sin confesar que igual ocurrió durante el gobierno de los Kirchner hasta que se pelearon y éstos y ésta sacan a flote la falaz relación de aquélla con la dictadura militar.

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En escrito que consigna ante la misma Suprema Corte, la señora Gils no se ahorra las razones que la animan para defender tal control abusivo del gobierno tras la supuesta idea de su lucha legítima contra los monopolios. Me hace presente las idénticas motivaciones que llevaron al fallecido militar Hugo Chávez al cierre de Radio Caracas Televisión, la más antigua emisora de Venezuela. Dice que es competencia del Estado «la distribución democrática del poder de la comunicación», a cuyo efecto las voces con influencia no pueden llegar a más del 35% de los radioescuchas o televidentes, en tanto que los medios oficiales pueden alcanzar hasta un 100%. Le resulta inadmisible la «enorme ventaja competitiva en términos políticos» de los medios independientes, pues ello les da la «posibilidad de influir activamente en el diseño de las políticas públicas». Y la solución a su mano es silenciarlos o bajarles el volumen para que se escuche y prevaleza, eso sí, el grito de las «barras bravas» que la acompañaron hasta las puertas del Alto Tribunal.

Obviamente, para sostener su credo, dicha «amiga de la Corte» lanza al basurero de la historia la doctrina sobre libertad de expresión todavía en vigor en el Sistema Interamericano. La considera inadecuada y pide se la sustituye por otra de más vieja estirpe, pero que arguye como del siglo XXI. Por lo cual dice que la situación de la libertad de expresión en el siglo XIX era digerible en tanto que se trataba de «individuos frente al Estado» quienes lo confrontaban como poder pero ahora «quienes se enfrentan son el Estado y los grupos»; situación que en su criterio debe corregirse a pesar de que lo normal, hoy, es que editores, directores, periodistas e inversionistas se asocien como personas jurídicas o morales de forma empresarial para ejercer con mayor efectividad sus libertades de pensamiento y expresión, y sobre todo con autonomía, como lo reconoce en positivo la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en el caso citado de RCTV (Marcel Granier y otros vs. Venezuela, 2012).

En fin, luego de confesar – en su «imparcialidad» – que, desde antes ya se ocupaba de perseguir a Grupo Clarín como Fiscal que fue ante la Cámara Comercial, cierra su argumentación con una tautología o síntesis de los inexplicables medios dispuestos por la ley para la censura estatal a nombre de la libertad: prohibir la transferencia de licencias y los derechos adquiridos sobre ellas por los medios haciéndolas económicamente disvaliosas; golpear así la independencia de éstos; reducir numéricamente – no proporcionalmente – las licencias otorgadas por igual para el uso del espectro radioeléctrico, que es escaso, o del cable, que no lo es; congelándolas numéricamente dentro de un mercado universal de medios tecnológicamente en crecimiento y con capacidad para canalizar a todas las voces y medios sin necesidad de quitárselos a quienes ya las tienen o los tienen. «El mundo de las ideas – dice la señora Gils – no ha escapado a los procesos de liberalización y utilización de nuevas tecnologías», de donde «la existencia de estos peligros demanda una disciplina».

Ella, por supuesto, ha de imponerla quien detenta el poder del Estado y legisla en la creencia de que nunca habrá de abandonarlo; violando derechos humanos a cambio de reparaciones pecuniarias.

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