Pensar – El ocaso de los intelectuales (y II)

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Frente a las viejas deficiencias de las ciencias sociales, unas ciencias sociales débiles, que no han podido ir al tiempo de los cambios globales, ante sus carencias teóricas, los comunicadores, los “opinologos” han venido ocupando su lugar. Para Álvaro Cuadra (2008) la extinción de los intelectuales ha generado un vacío que es llenado a diario por los medios de comunicación. Son ellos los encargados no sólo de regular el registro y el tono de los grandes temas sino de proponer a su público hipermasivo el repertorio de tópicos que merece nuestra atención. El lugar de la convicción que alguna vez ocupó el docto intelectual ha sido barrido del imaginario contemporáneo por el lugar de la seducción propio del comentarista u “opinólogo”
Como bien lo plantea Ulrich Beck:
Las ciencias sociales se han enfrentado de un modo completamente insuficiente a la globalización, centrándose en tratamientos específicos aplicados a los diversos contextos nacionales. Esto ha conllevado que la investigación empírica se dirija en direcciones que son en todo punto irrelevantes. No nos informan sobre las nuevas relaciones de mestizaje e hibridación, que modifican el perfil de las fronteras. Experimentamos crecientemente que los medios de comunicación tienen más éxito en informar de esta nueva situación que las ciencias sociales.

La huida de la filosofía- no sólo del campo de la ciencia-, el haberse convertido en una disciplina más en la división de la ciencia, el haber perdido su capacidad totalizadora, de comprender la globalidad del conocimiento humano, es en parte causante, por un lado, del disciplinarismo científico, la no existencia de espacios comunes entre las ciencias, que sólo lo lograba la filosofía, como saber superior, como pensamiento meta científico, y por otro lado, ha contribuido a perder el sentido humano de la ciencia, cuyo pragmatismo y utilitarismo las alejo de lo ético y político en función del bienestar social. Una materialización de esta realidad es la ausencia actual de filósofos que pretendan acometer la tarea de proponer sistemas completos de interpretación de la realidad. Después de Kant, Hegel o incluso Marx, y coincidiendo con la entrada en el siglo XX, el pensamiento de tipo filosófico abandonó tal pretensión, consolidó un largo proceso de introspección y subjetivación y se retiró definitivamente de las regiones invadidas por las ciencias naturales hasta quedar recluido en algunos campos especializados, como la filosofía de la ciencia, y en la interpretación de los autores históricos.

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Difícilmente alguien se atrevería hoy a autocalificarse como intelectual por el temor a quedar revestido de todas las connotaciones actuales del término: pretencioso, improductivo, aburrido… El saber productivo ha dejado de pertenecer a la masa o al experto aislado y se encuentra distribuido en grandes sistemas en los cuales el individuo es sólo una pieza prescindible. En un mundo de híper especialización, sencillamente, los individuos aisladamente y fuera de su especialización profesional son manifiestamente incapaces a largo plazo para seguir el ritmo exponencial de la producción cognitiva colectiva, global y especializada.
Álvaro Cuadra, hace un recuento histórico, para plantearnos como la misma crisis por la que hoy pasan los intelectuales, les ocurrió hace más de un siglo a los poetas y la crisis del romanticismo, los cuales fueron siendo sustituidos precisamente por los intelectuales, el ocaso de los “poetas” como figuras protagónicas del quehacer cultural de la época a fines del siglo XIX:
Ser poeta pasó a constituir una vergüenza. La imagen que de él se construyó en el uso público fue la del vagabundo, la del insocial, la del hombre entregado a borracheras y orgías, la del neurasténico y desequilibrado, la del droguista, la del esteta delicado e incapaz, en una palabra —y es la más fea del momento— la del improductivo. Mientras la analogía del poeta y el anarquista lo volvía un personaje peligroso e indeseable, muy difícil de vindicar; el intelectual ligado a los libros de ideas como dispositivos de una gran industria editorial de gran tiraje, emergía como un “líder de opinión”.

Pero, al mismo tiempo, el fenómeno posee un alcance político no menor: la extinción del pensamiento crítico. Así, entonces, el mentado “silencio de los intelectuales” remite tanto a una “revolución cultural” derivada de la convergencia tecnocientífica logística, y de telecomunicaciones que ha transformado los “códigos de equivalencia” de una cultura planetarizada, como a una hegemonía política de los flujos de capital devenido significantes digitalizados. Asistimos a la paradoja en la cual pareciera que los intelectuales han enmudecido, precisamente, en el momento histórico en que se multiplican las “buenas causas” que bien merecen una reflexión seria: degradación de la biosfera, empobrecimiento de los medios de comunicación social, extensión global de la violencia y pauperización acelerada de gran parte de la humanidad.

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