El actual gobierno ha decidido emprender una nueva campaña propagandística: “La lucha contra la corrupción”. Al parecer, los objetivos de Nicolás Maduro son: 1) separar de la administración pública a funcionarios, heredados de la administración anterior, cuya gestión supuso perdidas patrimoniales para la nación y, peor aun, permitió el enriquecimiento ilícito de tales ciudadanos miembros del PSUV, 2) destruir el prestigio de la oposición política a los fines de evitar su capacidad de movilización para el próximo 8-D y 3) lograr la aprobación de poderes especiales por parte de la Asamblea Nacional que le permitan gobernar por decreto y minimizar el rol del parlamento como foro político. Obviamente, lo importante no es preservar la probidad en el manejo de los recursos públicos sino obtener más y más poder.
Era esperable esa tendencia dado que, en medio de una transición política entre el autoritarismo militar y el régimen democrático civil, Nicolás Maduro tiene el doble reto de lograr, por una parte, convencer a sus adversarios dentro del PSUV de que todo se mantendrá igual como lo dejó Hugo Chavez y, por otro, convencer al resto del país de que ciertamente reformará el Estado y permitirá la esperada (y necesaria) apertura democrática. Sin embargo, ¿Cual es el costo de utilizar la carta de la “lucha contra la corrupción” con fines político electorales? Simple: los ciudadanos rápidamente notarán el metalenguaje oculto detrás de la parafernalia de insultos cruzados entre oposición y gobierno y los hará concluir que “toda” la clase política es corrupta.
Los peligros de esta irresponsable estrategia de Maduro pueden ser percibidas claramente en la experiencia histórica reciente de otro país latinoamericano: Argentina. En el contexto difícil de la crisis económica que, incluso, condujo a su cesación de pagos de la deuda, el partido justicialista (Peronismo) se desgastó en acusaciones estériles y reproches internos de responsabilidad sobre esa crisis y la sociedad argentina no tardó en procesar tanto insulto en público como la incapacidad de la clase política de tomar las decisiones necesarias.
Venezuela y Argentina no son iguales, ni siquiera parecidas. Pero lo cierto es que usar insultos y acusaciones altisonantes para dirimir conflictos políticos terminan por dañar la credibilidad del liderazgo nacional.