Escribo este artículo, debo decirlo, en medio de un viaje al exterior. Las informaciones que leo o reviso sobre Venezuela son fragmentadas y vistas a la distancia le dan otro matiz a lo que está ocurriendo en el país, y en particular con el canal de noticias Globovisión. Debo decir que tuve una opinión cauta de esta transacción y que -desde mi punto de vista- el objetivo inicial de los nuevos propietarios no podría ser lo que está ocurriendo en las últimas semanas: el vaciamiento de este medio, para que su marca sea una suerte de triste recordatorio de lo que está dispuesto a hacer el gobierno en aras de acallar las voces críticas en Venezuela.
Nunca fui un fan del periodismo que se hizo en Globovisión, y no estoy haciendo ahora leña del árbol caído. Lo expresé en mis columnas de opinión de forma reiterada desde el año 2009. Sin embargo, también me cuento entre los defensores del derecho que tenía ese medio y sus periodistas a hacer el trabajo que venían haciendo, con sus parcialidades e imperfecciones. El público, la sociedad, era la que debía juzgar (viendo o dejando de ver el medio) el trabajo de éste como de cualquier otro medio. La imposición oficial sobre lo que deben hacer los medios es un asunto que no comparto, y sobre lo cual hay amplia jurisprudencia y recomendaciones por parte del Sistema Interamericano de Derechos Humanos. En el caso venezolano, además, hay una enorme deuda del Estado en materia de medios, ya que lo que exhibe la pantalla oficial es, como lo hemos dicho, propaganda disfrazada de información en el mejor de los casos, y prácticas de lo que acertadamente Tulio Hernández llamó periodismo de albañal.
La venta de la mayoría de acciones del canal Globovisión a unos empresarios, cuya cabeza visible fue inicialmente Juan Domingo Cordero, por parte de Guillermo Zuloaga, debe ubicarse en un contexto más amplio. No se trata obviamente de cualquier transacción empresarial. Hoy podemos decir, sin ambages, que se trata del fin de una época y del triunfo, por ahora, de una política oficial que da otra vuelta de tuerca en aras de asfixiar al país que le adversa. Con todo lo que se ha vivido en Globovisión en las últimas semanas puede decirse que se acaba un medio, al menos tal como lo conocíamos y tal como había labrado su imagen y audiencia, pero de ninguna manera comparto el criterio de que esto es el fin de la libertad de expresión e información en Venezuela. La venta forzada del canal, ya que a Zuloaga le asfixió el poder político, fue el resultado de una sistemática campaña de hostigamiento gubernamental, que se agudizó con mucha claridad a partir del cierre de RCTV en 2007.
Se ensayó, y los hechos vienen a demostrarlo, un nuevo esquema: un hostigamiento sistemático de bajo o mediano impacto (sin que una medida implicara en sí el cierre) pero colocando sobre las finanzas, operaciones y personal de este medio de comunicación una carga tan alta que finalmente lo hizo inviable. Debe decirse que hoy el gobierno puede exhibir el logo de Globovisión como una suerte de trofeo de caza, lograron –sin cerrar al medio- vaciarlo de su línea editorial crítica y despojarlo de sus más reconocidas figuras periodísticas.
Cada vez que asisto a un congreso o seminario internacional los colegas de otros países me preguntan: ¿hay libertad de expresión en Venezuela? Mi respuesta, invariable y que además se refuerza con el caso de Globovisión, apunta a señalar que sí, que en Venezuela se pueden expresar las voces críticas pero cada vez por un menor número de medios a su alcance. Además, la clara evidencia de que en el país la libertad de expresión está en franco retroceso no sólo se puede medir por el número de medios críticos del Gobierno que están activos, sino por el costo que se le pone a quienes ejercen la crítica pública.
Efectivamente Globovisión no ha sido cerrado de forma directa por el Poder Ejecutivo, pero se encontró otra forma de sancionar al medio por mantener una línea editorial cuestionadora del régimen.