Lo anormal es lo normal

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Lo bueno es bueno y lo malo es malo

La verdad es la verdad y las mentiras, mentiras

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La luz es luz y la oscuridad, oscura

Yo le digo a la juventud

Continúen luchando por esas cosas en que creen

Y confíen en la victoria del bien sobre el mal

Onechot

Vuelvo a escribir sobre el tema de la costumbre. Y es que cada vez me preocupa más que aceptemos como normales las cosas que no lo son. Entiendo que por cuestión de mera supervivencia no podemos sufrir por todo lo que pasa aquí todos los días. Pero tampoco irnos al otro extremo y dejarnos de horrorizar.

Esta noche en algún lugar la sangre correrá

Esta noche morirá una hija, esta noche un hijo morirá

Esta noche mami tendrá que llorar sola en casa

Porque un asesino perdió una bala de su pistola

Me tiene consternada la muerte de la enfermera de la Maternidad Concepción Palacios, asesinada a golpes por dos mujeres a quienes les reclamó porque estaban dañando el ascensor. También por el asesinato de un joven en la puerta de una farmacia, porque le pidió a un hombre que estaba orinando en el jardín del local que no lo hiciera. El hombre se montó en su carro, le dio la vuelta a la manzana y le metió dos tiros al muchacho.

Sólo estos dos acontecimientos en la Venezuela en la que yo crecí hubieran sacudido a la sociedad durante meses. Ahora, pasan varios a la semana y la mayoría sigue impertérrita. ¡Estamos enfermos!

Permítanme presentarles a Caracas, embajada del infierno, tierra de asesinos

Cientos de personas mueren todas las semanas, no vivimos en guerra, pero el país está lleno de locos

Aquí hay más muertes que en Pakistán, Líbano, Kosovo, Vietnam y Afganistán

Muchas mafias, muchos capos y muchos asesinos locos con rápidas ametralladoras

Hace unos diez años la periodista Nelly Aguilera me contó la historia de un muchacho sobre quien había hecho un reportaje. Le siguió la pista porque había sido un excelente estudiante, a quien los malandros lo tenían hostigado en el liceo. Fue tanto el hostigamiento que el joven decidió no solo que no se los calaba más, sino que la única forma de neutralizarlos era volviéndose él el jefe de la banda. Y como era inteligente, lo hizo.

Nelly lo conoció cuando estaba preso, pagando pena por un robo. Lo entrevistó en la cárcel, cuando le faltaba poco para salir. “Yo no voy a vivir más de veintitrés o veinticuatro años”, le dijo. “Cuando salga de aquí estoy muerto”.

Y así fue. Él murió asesinado frente a un quiosco de revistas. La dueña del quiosco, quien conocía a todos los malandros de la zona, le dijo a Nelly que “al principio, cuando mataban a alguien, ella se ponía muy nerviosa, cerraba y se iba para su casa. Pero como los asesinatos se hicieron habituales, ahora lo que les pedía era que no los mataran tan cerca, porque le salpicaban las revistas de sangre y ésas la gente no las compraba.

La sangre correrá, la sangre correrá

Un río de sangre tendrás que cruzar para entrar a Babilonia

Asesino, baja tus metralletas

Cuidado, esta noche alguien morirá en algún lugar

Al cantante Onechot casi lo matan por haber denunciado esta patética realidad en la canción “Rotten town” (ciudad podrida), cuya letra acompaña este artículo.

Ellos viven en una ciudad podrida, en un pueblo podrido

Alguien quiere poner mi cabeza bajo tierra

Ellos viven en una ciudad podrida, en un pueblo podrido

¡Asesino vuélate tu propia cabeza!

¡Nos hemos acostumbrado vivir entre asesinatos y sicariatos! Los delincuentes sueltos y nosotros entre rejas. Vemos impávidos cómo Iván Simonovis, María Lourdes Afiuni y tantos otros cuyos nombres desconocemos, están condenados a morir de mengua, simplemente porque nos hemos acostumbrado a que no haya justicia.

Nos hemos acostumbrado a convivir con corruptos y corruptores. A la matraca, a la cayapa, a los abusos de autoridad. Nos hemos acostumbrado a la violación de la privacidad, a la pérdida de libertades, a estar en constante zozobra. A los atropellos, al insulto, a la descalificación.

Lo anormal es lo normal… nos hemos convertido en una sociedad que acepta como “normales” los instrumentos de su propia destrucción.

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