Sin tregua – Adiós al legado

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Pudiera afirmarse que la matriz del populismo deriva de la Revolución Francesa: el pueblo es el único soberano y sólo él puede dar origen a los poderes. A partir de allí, tomó cuerpo en Rusia una fuerte oposición al modelo de industrialización recorrido exitosamente por varios países europeos, que condujo a la conformación de un movimiento ideológico basado en tres premisas: control del pueblo, organizarlo en comunas y emanciparlo de los valores del capitalismo.
Hoy puede afirmarse también que en el discurso, las conductas y las visiones políticas del llamado socialismo del siglo XXI existe ese trasfondo populista. La misma cultura que una y otra vez ha bloqueado o arruinado el despegue productivo de muchas naciones en América Latina, ahora maquillando su anacronismo con la muletilla del nuevo siglo que transitamos.
Pero igual que antes, la narración populista se inicia con la irrupción de un “héroe” con propósitos justicieros; dedicada a dar a los que no tienen y castigar a los que poseen en demasía, Mesías montado en falsas soluciones, promotor de un presente de graves dificultades a nombre de un final feliz en el futuro lejano, aficionado a vender sus promesas como un éxito en sí mismas.
Este legado del difunto presidente mezcla de diversas fuentes ideológicas con iconos patrióticos, manipula emociones negativas como el odio social o el desprecio por las normas, realiza un desbaratamiento simbólico del sistema rebautizando todas las instituciones, introduce una especie de neolengua que adultera el significado de las palabras y exalta al pueblo como autor y destinatario de todo el proceso. No es ubicable en una sola dirección porque muestra sucesivamente rasgos de izquierda o de derecha según las circunstancias y los temas.
Es muy constante en alterar las reglas tradicionales del funcionamiento de la democracia y el sistema político. Y, en efecto, avanzó bastante, en nombre del pueblo, en invadir y subordinar el viejo aparato de Estado a la voluntad suya. Igualmente, a nombre de la democracia, ejecutó un plan sistemático para liquidar los discursos políticos rivales y borrar a los opositores del escenario público.
Practicó con éxito el uso clientelar, a gran escala, de las misiones, concebidas dentro del propósito de asegurar lealtad al líder y el proyecto. Todas ellas fueron piezas de una metodología de relación entre “comandante” y pueblo, que suprimió las mediaciones e instancias intermedias.
El carisma del líder fenecido – el ilegítimo, como la gaita, ni tiene tapita ni tiene tapón –  se infló con el culto a la personalidad, la construcción de una leyenda heroica y una armazón patriotera y anti-imperialista. El partido oficial se transformó en partido de un solo dueño, un patrimonio más del líder único para ejercer un control sobre la sociedad, un partido pues, sin frontera con el Estado.
Este fantasma del viejo populismo en su versión contemporánea de “política pop”, privilegió el hecho comunicacional como un espectáculo que se brinda al país y al mundo desde las ocurrencias de un mandón en plan de primer actor. Él ejerció una poderosa presencia mediática a través de la cual se encadenó a los ciudadanos y los redujo a público de galería…
Aplicó también una forma superior de antipolítica que se expresó en asimilar la política a una guerra. En esta visión bélica de la política no existen competidores o adversarios sino enemigos por liquidar. Pero el éxito populista no bastó para mantener las ilusiones al margen de la vida real de la gente. El incumplimiento de las promesas cansa. La vida cotidiana ofrece pequeños e innumerables ejemplos de que después de 14 años de encantamiento se vive peor. Por eso continúa el éxodo de quienes abandonan el naufragio populista rojo rojito en busca de algo más que un paraíso de baratijas. El éxodo de quienes dicen adiós a un legado solo útil para que una cúpula corrupta e incompetente se mantenga en el poder. Máxime cuando el costo de tales tropelías se paga con la dignidad…

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