Las circunstancias que rodearon los últimos meses al país se caracterizaron por provocar en nosotros una mezcla de sentimientos: alegrías, desesperanza, estremecimiento, hermandad, tristeza. Todos, sentimientos estremecedores que curiosamente cambiaban de un momento a otro con una rapidez insospechada e irracional: a veces tristeza, en unas horas, desaliento, más tarde, ternura, luego, rabia…
Pero lo curioso es que simultáneamente con la manifestación de cualquiera de esos sentimientos afloraba siempre entre todos nosotros una palabra: decencia. Expresión que se repetía constantemente y ante distintos contextos.
Ha resultado que la carencia más sentida en estos últimos años es la decencia. Es como si necesitáramos rodearnos de decencia, actuar con decencia, recibir decencia. Parece entonces que clamamos buenas costumbres, convivencia social armoniosa, paz. Saber que nuestras opiniones serán respetadas, se sabrán escuchar o discutir con educación, que nuestras solicitudes serán rechazadas o aceptadas con consideración, que nuestro paso por la vida será aplaudido con muestras de solidaridad y empatía ante las buenas y malas noticias y que nunca encontraremos ofensas ni maltrato, o al menos, excepcionalmente. Eso es la decencia.
En esos momentos ocurrieron tres situaciones que me perturbaron. A la salida de un supermercado acompañada por el joven que me ayudaría a llevar las bolsas al carro que estaba a apenas unos cuantos pasos, pero atravesando una avenida de doble sentido; me sorprendió lo difícil que resultaba que nos cedieran el paso los automóviles que circulaban en ambos sentidos de la vía. A pesar de hacerles señas procurando pedir que nos dejaran pasar y a pesar también de la evidencia de minusvalía física que presentaba mi acompañante, un muchacho ameno y colaborador de unos dieciocho años que trabaja en el supermercado como empaquetador, podría afirmar que los conductores no querían ceder ni un ápice de la vía que aparentemente les pertenecía en esos pocos segundos como si al hacerlo se les fuera la vida en ello.
Luego me entero de que la hija de dieciocho años de un amigo, residenciada para cursar sus estudios universitarios en Caracas y acompañándose una tarde por otros amigos para “volantear” en una transitada avenida de la capital, fue insultada, humillada y también lesionada mientras lo hacía, pues aparentemente ello provocó el disgusto de alguien que no compartía el contenido de esos volantes; no conforme con los insultos, ese ciudadano, le lanzó sus propios volantes a la cara y la joven resultó con una pequeña lesión en la rodilla cuando el vehículo en el que esta persona se trasladaba lo lanzó hacia ella con verdadera furia. Esta experiencia la dejó no sólo con el dolor físico de la lesión, sino también con la tristeza de sentirse violentamente censurada en una actividad que se inició con la alegría y convicción de estar haciendo las cosas bien hechas y por qué no, de hacerlas porque confía en que se trata de una obligación ciudadana.
Y por si fuera poco, finalizando la tarde de ese día, leí el artículo Venezuela, de Laureano Márquez, a quien siempre he admirado, no sólo por su pluma acuciosa, limpia y brillante, sino por la capacidad inagotable de transmitir junto al inteligente humor que lo caracteriza, un inmenso amor hacia sus semejantes.
Lo leí, como siempre, con gran interés y de nuevo me satisfizo la nobleza con la que se refería al país de sus sueños, haciendo mención a una situación que puso en peligro su vida. Relatado una vez más con generosidad y sensibilidad que todos debemos internalizar en la que nos dijo, sin decirlo, que somos más de lo que mostramos y que podemos llegar a ser un país decente en la medida en que decidamos regalar la bondad y solidaridad que todos en nuestro interior reclamamos a gritos, pero que particularmente no sé por qué razón somos incapaces de expresar.
Sin restarle jamás importancia a los intensos momentos que vivimos, no puedo dejar a un lado la actitud de este gran venezolano. Laureano, gracias por acompañarnos en este difícil tránsito, enseñándonos que podemos ser mejores de lo que somos.
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Laureano
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