El carácter soez de la intervención de Pedro Carreño y de los demás diputados oficialistas en la sesión parlamentaria del martes 13 de agosto tiene que ser comentado abiertamente y de cara a la opinión pública. Porque a diferencia de lo que malamente presenciamos en las actuales circunstancias, la AN ha de ser un templo republicano para el buen decir y para honrar la verdad.
Los acontecimientos ocurridos mueven, por tanto, a escribir sobre el auténtico sentido del discurso político, sobre la finalidad moral de la palabra pública.
Para hacerlo acaso sea oportuno recurrir al pensamiento de Cicerón. En su obra El Orador, el jurisconsulto expresa lo siguiente: “Nada hay a mi juicio más excelente que poder, con la palabra, gobernar las sociedades humanas, atraer los entendimientos, mover las voluntades y traerlas o llevarlas a donde se quiera. En todo pueblo libre, y principalmente en las ciudades pacíficas y tranquilas, ha florecido y dominado siempre este arte”. Y continúa: “en la moderación y sabiduría de un perfecto orador estriba, no solo su propia dignidad, sino la de muchos otros particulares y la salvación de toda República”.
Las citas transcritas apuntan a una verdad imperecedera de la filosofía política: el gobierno libre de las ciudades solo es posible si la palabra pública es utilizada para impactar en las consciencias, para mostrar lo justo y distinguirlo de lo injusto, para persuadir respecto del bien, para respetar al adversario y, sobre todo, para transmitir la verdad. En cambio, la tiranía siempre encuentra un elemento constitutivo suyo, esencial, en la corrupción de la palabra pública, en el uso del verbo de políticos y gobernantes para manipular, para confundir, para difamar y para secuestrar las consciencias de los ciudadanos torciendo o desfigurando la verdad.
Cicerón y el orador o Pedro Carreño
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