Hay que tener el valor de fiarse y confiarse,
de cultivar el verbo amar en todos los tiempos,
de plantar el amor en nuestro diario de vida,
de perseverar cautivos al radiante paisaje
del encuentro entre Dios y los seres humanos.
Hemos de tener la valentía de ser y estar,
por y para los demás, esparciendo abrazos,
alegrando corazones, viviendo y reviviendo
latidos que son aire, emociones que son suspiros,
suspiros que son soplos, el pulso de Dios en mí.
Pongamos, en nosotros, el brío de vivir y desvivirse,
de ponerse en camino y de llegar a ser horizonte,
donde se funde y se confunde la luz con el verbo,
el diálogo con la palabra, el silencio con la soledad,
el instante que pasa y la eternidad que se propaga.
Hace falta valor, sí, para unir las manos e invocar.
Hace falta valentía, sí, para expresar lo que siento.
Hace falta brío, sí, para la transmisión del gozo.
No hay mayor consuelo que sentirse acompañado
y acompasado por un amor que viene de Dios.
Verso que nos envuelve a los ojos del universo.
Todo se conduce en una gran obra de hermandad.
Que nos engrandece el alma para recreo del ser.
Todo se proyecta hacia el cénit de los sentidos,
pero es el alma la realidad de nuestro caminar.
Con tantas idas y venidas, vueltas y revueltas,
a veces es necesario pararse para poder hallarse.
Al menos para ver que la vida son dos días
y cuatro noches a las que debemos ponerle alas,
para sentirnos algo más que un trozo de materia.
Al fin, lo que nos sostiene son las visiones interiores,
las miradas del alma y el alma de las miradas,
los pensamientos vividos y los que nos quedan,
el entusiasmo por conservar el espíritu de niño,
y el asombro de no perder jamás el frenesí del verso.