Desde hace seis años festejo mi cumpleaños, de una manera peculiar y como nunca lo había imaginado.
Siempre pensé que mis hermanos mayores, Jorge Franklin, Luis Alberto y yo, celebraríamos nuestros onomásticos, de la forma tradicional que mamá nos enseñó.
Llevo ya cuatro años yendo a las tropicales playas de Tucacas, gracias a mi hermana Raquelita, que me da prestado su apartamento, usualmente en el mes de agosto.
Voy acompañado de mi esposa e hijos y uno que otro amigo, que –ceremonialmente– desde el 17 de agosto de 2010, nos acompaña religiosamente, para platicar de historia, hablar de literatura o de derecho penal; la excusa perfecta para pasar el tiempo.
Agosto es época de lluvias. Temporada de nostalgias. Son días de añoranzas, de reminiscencia, de recuerdos, de soledades. Muchas imágenes aparecen, se amontonan en mi mente. Daría todo lo que tengo para regresar a esos tiempos, que bien sé, no retornaran.
Jugar al escondite con Raquelita, con Luis y con Jorge, allá en la otrora “Casa e’ Piedra”. Irme de farras con Jorge y Luis, a ver el juego de béisbol en las inhóspitas riberas –o “playas” como decimos los caroreños– de Quebrada Grande, y terminar en amenas tertulias hogareñas en casas de nuestras tías maternas, Mora o Teódula.
De cuando en cuando, reconstruyo los pedazos de mis recuerdos que aún quedan esparcidos en mi memoria, y extraigo de ahí, de ese firmamento las conversaciones que teníamos los tres; hablábamos de las anécdotas de Papa Chú y de Mama Teresa; nos reíamos de los cuentos de Polito, de Cachito, de Chindito Crespo, e incluso, de nosotros mismos.
Jorge tendría 67 años de edad; Luis estaría a punto de cumplir 56 años; yo cumplo 47 años el 17 de agosto, escoltado por Goyito, quien recién cumplió 39 años de edad. No relato las edades de mis hermanas Beatriz, Yorma, Marisol, Daybo y Raquelita, porque como bien se sabe, las mujeres después de los treinta y cinco años, dejan de cumplir años. Sólo celebran.
No ha habido un cumpleaños mío que no haya recordado a mis hermanos Jorge Franklin y Luis Alberto. En ocasiones, he tenido largas conversaciones con Goyito. La vida se compone de momentos. Siempre imaginé llegar a viejo conjuntamente con mis hermanos mayores. Ahora no.
Ahora simplemente vivo. Comparto y vivo los momentos que me depara la vida, con mi único hermano varón que me queda: José Gregorio, gran Maestro; pequeño Ángel, cuya sonrisa y ocurrencias, sosiega mi temperamento.
Comparto y vivo, con mis hijos; con Moraima, compañera fiel; con mis amados padres; disfruto máximamente cada uno de los momentos que logro arrebatarle a la vida. Comparto y vivo, con mis novias imaginarias, húmedas experiencias, de cuyas vivencias, una que otra vez, aparecen purificados poemas que dejo en diversas gavetas, olvidados… Comparto y vivo, con mis discípulos, verdaderos hacedores de sueños. Comparto y vivo la vida que no he vivido y me queda por vivir. Como siempre, cada mañana agradezco a Dios, por permitirme ver y vivir una nueva alborada, con todos los zarandeos que proporciona el destino.
Y como siempre, el 17 de agosto, muy temprano, espero la salida de ese inmenso sol que brota del mar, de la mar, y sin hacer ruido saldré del apartamento sin que nadie se dé cuenta de ello, y me iré a caminar a la orillas de la playa, a conversar con mis ancestros, a hablar un poco con Jorge y con Luis; y, sobre todo, a darle las gracias a Dios, por la vida que vivo y me queda por vivir.
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Entre cardones y flores – Agosto de soledades
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