(Mensaje a los países de Alberto Barrera Tyszka)
Para escribir en Venezuela no basta el estilo: hay que tener irreverencia y un diálogo constante con el caos. El país pasa por nosotros, nos atraviesa, como si fuéramos el tamiz de sus desastres habituales. La escritura en Venezuela ya no puede ser sino caótica, asombrada. Pensamos y leemos el país desde las emociones: la nuestra es una lectura obligatoriamente afectiva.
Después de pasearme por Un país a la semana, el nuevo libro de crónicas de Alberto Barrera Tyszka, concluyo que, mucho más que un análisis político o una olimpiada de opinión, estoy leyendo el sentir de un ciudadano inquieto, la indignación de un profesor de letras, la arrechera de un poeta. Y aquí leo al autor de la Inquietud y del Coyote de Ventanas, el mismo de Rating y La enfermedad. No solo es el articulista de los domingos: habla también el poeta de los lunes y, de pronto, el novelista de los jueves.
Un país a la semana es la crónica de un país que siempre consigue la combinación perfecta (y detestable) de la maravilla. Venezuela se vive, desde hace años, en una serie de episodios semanales inconexos, escritos con tal tino que hasta la ridiculez resulta sorprendente. Hasta el asco es un reciclador de rating. Estamos “sentados en el absurdo”, dice Alberto en la página 99, y tal vez sea esa la cualidad que nos renueva y nos mantiene.
Al terminar este libro, sin embargo, veo un país agotadoramente cíclico. Uno que se disfraza demasiado, pero que en verdad cambia muy poco. Me atrevo a decir que no sabemos el país que queremos porque estamos demasiado entretenidos con el que tenemos. El presente es una mezcla de aberraciones, encantos y malentendidos. Si Barrera Tyszka tuviera que escribir todos los días, el país se le multiplicaría por siete y tampoco así le ganaría la carrera. Estamos entre un ring de pelea y el plató de un estudio de televisión. Aquí se empeña una víscera cada siete días: este libro ha debido llamarse “Una tripa a la semana”.
Creo, sí, que los venezolanos somos gente aguerrida. Aquí “calársela” es el verbo pronominal por excelencia. Tenemos 30 millones de países con el mismo nombre. Donde quiera hay una interpretación obligatoriamente válida. Nos aproximamos con rabia y con risa como estrategias de resguardo y así vamos relatando el caos, invocándolo. Nos reímos, lloramos y compramos el próximo capitulo. Imaginamos un país que no podemos habitar. Escribimos el país que tenemos, no importa cuantas semanas nos cueste soportarlo.
Una tripa a la semana
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