¡No me perdones más! porque aquí ya no hay lugar para ti. Los altares están llenos, no te queda espacio. Hemos crecido mucho en cuanto a veneración, tenemos infinidad de santos para adorar y cada día crecen más los nuevos. Imagínate que ni en los pesebres preguntan por ti. Ahora disfrutamos un mundo empeñados en los prejuicios y oscurecidos por la superstición.
¡Qué me importa que hayas muerto por mí! Hoy me es más fácil comprar una velita y encenderla a cualquier estampita de las miles que adornan mi altar y postrarme ante ellos y pedir, que seguro cumplirán mi deseo y hasta primero que tu. ¿No es eso maravilloso? Tú en cambio sigues ocupado cargando siempre esa cruz. Esta gente de ahora no se arrodilla ante la Eucaristía porque les da pena y no creen en ti. Es tanta la devoción que sentimos que cuando te buscamos en tu Iglesia apenas podemos verte ya que solo te adornan en Semana Santa para divertirnos viendo cómo te volvemos a crucificar; mientras, permaneces al cuidado y protección de telarañas.
Es que no nos gusta como tú eres porque tu defecto es que tienes mucha paciencia y mansedumbre no te enfureces ni injurias, ni buscas venganza, en cambio los otros ídolos nos permiten dar rienda suelta a nuestras pasiones para insultar al ofensor, y hasta nos dan coraje. Nos permiten embucharnos un poco de bebida espiritual para buscar deleite en coger al enemigo en algún traspié. Nos enseñan hacer frente a la injuria y a la falsedad. Es decir, hacer todo esfuerzo posible, para que crezca en magnitud nuestra monstruosa maldad y hacerla propia, para que nos teman y sepan que somos fuertes y valientes. Con estos ídolos estamos felices, tenemos más posibilidad de ser cizaña para defendernos y no trigo para que nos crucifiquen tan mansamente como a ti.
Así pensamos los hombres de hoy. Pero, ¡no te equivoques! No es el mundo sempiterno para que te sea permitido tan desenfrenado libertinaje.
Por muy negras que sean las tinieblas de los últimos días, lo que es de Dios permanece, y nunca quedará sujeto a fracaso ni deterioro alguno. Lo que debe importarnos es hablar de Dios como Jesús hablaba de El.
En el primer mandamiento Dios nos señala de manera cierta y segura el camino de la felicidad en esta vida y la otra. En los demás nos dice lo que es bueno y lo que es malo, lo que es verdadero y lo que es falso, lo que le agrada y lo que le desagrada. ¡Tú lo sabes!
Hoy Jesús como un desconocido e innominado volverá y se acercará a cualquiera de nosotros, del mismo modo que un día a la orilla del mar a aquellos pescadores que no sabían quién era. Y te dirá esas mismas palabras que hace más de dos mil años les pronunció: “Tú sígueme”.
¡La oración! No la dejes nunca por nada. Ella da brillo a tus ojos, ardor a tu corazón, fuerza a tu voluntad. Persevera todos los días, sin desistir y Dios te escuchará.
No me perdones más
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