El señor Nicolás Maduro ganó, según el Consejo Nacional Electoral, las elecciones presidenciales del 14 de abril.
El margen fue muy estrecho (1,49% de los votos) y aun así al día siguiente el árbitro se apresuró a proclamarlo. La auditoría pedida por la oposición fue realizada en forma chucuta, de tal suerte que no alcanza los estándares de una verdadera revisión de lo que ocurrió en los objetados comicios. Fue una soberana burla al país, que cargó, y remachó, sobre la figura del “sucesor”, el lastre de la ilegitimidad que a todas partes lo acompaña. Además, los descarados abusos y vicios registrados antes, durante y después de los comicios, forzaron al mismísimo Centro Carter a recoger aquellas palabras, según las cuales Venezuela goza del “mejor sistema electoral del mundo”.
Pero, al margen de todas las dudas y sospechas, Maduro avanzó, procaz, desafiante y altanero, hacia su más inmediato objetivo: lograr el reconocimiento dentro y fuera de la nación. De ahí su aproximación a la Iglesia católica, esencial para recibir un simbólico baño de virtud. La visita al papa Francisco. En ese mismo sentido se inscribió la apertura de conversaciones para la normalización de relaciones con los Estados Unidos, al punto de que se habló de la posibilidad de que el ocupante de Miraflores visitara la Casa Blanca y fuese recibido por Barack Obama. Un balde de agua fría para sus opositores.
De manera que en eso se le ha ido el tiempo, o, para decirlo en palabras de su mentor, que él ha hecho propias, en eso “se le ha ido la vida”. Y, lo grave de todo eso, es Venezuela la que agota su tiempo, sus oportunidades de salir adelante y enderezar tantos y tan graves entuertos, presentes en todos los órdenes de la vida nacional.
El Gobierno sigue enfrascado en su diatriba, en su verborrea, ahora, aparte de abundosa, exasperante, necia. Nada provechoso nos deja. Tenga usted la bondad, señor Maduro, de gobernar. Si habrá de despachar desde el Palacio de Gobierno, ocúpese de los asuntos que se supone le corresponden, en buena medida graves, complejos, acuciantes. ¿Para qué busca legitimidad, entonces? La peor forma de ganar tiempo, como pareciera ser su meta, incluso frente a los rebullones que le hacen sombra dentro de la revolución, sería, justamente, perdiendo la ocasión de convencer a todos, afectos y adversarios, de que el “comandante supremo” no se equivocó en la hora agónica de señalarlo con el dedo de la sucesión.
El paso que sigue, según las versiones confiables que circulan en las esferas políticas, es la decisión del Tribunal Supremo de Justicia sobre el recurso de impugnación incoado por Henrique Capriles Radonski. No habrá sorpresa alguna. Ya fue rechazada la recusación de siete magistrados de la Sala Constitucional, pese a que en anteriores decisiones ya fijaron criterio.
Ahora, ¿después de eso se pronunciará con voz robusta la Venezuela democrática? ¿Soportará semejante prueba la fe de los venezolanos en una salida electoral sin garantías, a ciegas? ¿Se aceptará mantener a la república sumida en esta diatriba infecunda? ¿El señor Maduro dedicado a ese tira y encoge con los Estados Unidos, con Colombia, con España, colocando sus prejuicios ideológicos por encima de los altos intereses de la nación? ¿Cómo calificar, por ejemplo, esa ridícula tozudez de traerse al ex espía Edward Snowden, cuando el propio gobierno de Rusia declaró que le importaban más las relaciones con Estados Unidos que la situación de ese personaje? ¿Será que el Gobierno, ya ratificado por el TSJ, se ocupará de la inseguridad, y verificará por qué han fracasado sus 20 planes, el último bautizado Patria Segura, que ninguna de las dos cosas tenemos: ni Patria ni seguridad? ¿Lo resolverá con el escudo antiaéreo? ¿Aclarará el señor Maduro por qué las reservas internacionales han caído tanto, ahora en su nivel histórico más bajo? ¿En qué se han gastado? ¿Dónde está el oro? ¿Explicará para qué se someterá al país a un nuevo y pesado endeudamiento? ¿Nos dirá algún día qué pasará con las universidades?
Como ve, señor Maduro, son muchas preguntas. Los venezolanos tienen demasiadas razones para esperar de usted más que peroratas, broncas y desplantes. Gobierne, pues. No hay excusa que valga.