A propósito de los arrases – no pueden llamarse de otro modo – constitucionales y legislativos que ocurren en Venezuela y Ecuador, y prosternan las nociones de democracia, Estado de Derecho y derechos humanos para darle cabida al denominado Socialismo del Siglo XXI, un calificado periodista argentino me pregunta si dicho fenómeno puede calificarse de «revolución constitucional».
De buenas a primera mi respuesta pudo ser afirmativa, si acaso por revolución se entiende la sóla destrucción acelerada del andamiaje jurídico y por ende cultural sobre el cual se sostiene una nación con historia, y nada más. Pero ese no es el caso, cuando menos, de Venezuela.
Una relectura de lo ocurrido durante el curso de los últimos tres lustros, desde cuando Hugo Chávez asume el poder para ejercerlo como encarnación viva de la ley – «la ley soy yo» declara hacia el 2002 – y seguidamente entregarlo a dedo y como herencia, mediante la manipulación de unos sacramentos en apariencia constitucionales , a su actual sucesor, Nicolás Maduro, revela que antes que una evolución a ritmo doble se sucede una involución.
Los franceses, en 1789, destruyen el orden existente para abandonar el Antiguo Régimen, en tanto que, entre nosotros, a partir de 1999, se acaba con el orden para restablecer el pasado. Lo que es peor, se personaliza el orden y se le hace depender de la voluntad arbitraria de quien gobierna, bajo paradigmas «constituyentes» vetustos e incluso medievales.
Durante el medioevo el monarca se considera la ley y el mismo Estado. Actúa legibus solutus – libre de ataduras legales y por sobre una sociedad sirviente, fracturada alrededor de interes primarios y locales. Y dentro de tal entorno piensa que los hombres, sus gobernados, no están preparados para el bien de la libertad. Son como como niños e ignorantes. No tienen otra opción que confiar sus libertades a manos del despotés y para siempre, quien con su poder cuida de sus existencias a precio, incluso, cabe repetirlo, de la pérdida de la libertad.
A ese déspota luego se le llama ilustrado cuando además de actuar como padre fuerte lo es también bueno, a saber, procura que en su señorío la gente se prepare para encontrarse en la condición de disfrutar alguna vez del bien supremo del autogobierno.
Pero hagamos la historia corta. Caída la Primera República, que bebe de las fuentes francesas y americanas, y marcan el camino hacia la modernidad dado el abandono del absolutismo monárquico, la organización de Estados impersonales garantes de los derechos del ciudadano, Simón Bolívar, no contento con ello reclama nuestra vuelta al gobierno uno y fuerte. En Cartagena, en 1812, cuestiona a la ilustración y esgrime el sublime valor de las espadas, arma nuestra historia para lo venidero. En Angostura, en 1819, le pide al congreso reunido crear un Senado Vitalicio donde los hombres de casaca – jamás los doctores – encuentren perpetuo reconocimiento por la patria y para sus hijos; y llegado 1826, al formular la Constitución de Chuquisaca – para la Bolivia de sus afectos – dispone que el presidente sea vitalicio y capaz de nombrar como sucesor suyo al vicepresidente; lo mismo que ocurre en Caracas y se dispone desde La Habana, en pleno 2013, para asegurarle el poder al ilegítimo e iletrado Maduro.
La declaración francesa de derechos del hombre predica, por ende que no hay Constitución allí donde el Estado no sirve a los derechos de la persona y si éste, a su vez, no opera mediante la separación de sus poderes y se somete a contrapesos y a la ley impersonal. Niega el gobierno uno y fuerte, de estirpe bolivariana. Y ese es, justamente, el índice que marca el abandono del pasado y emulan nuestros Padres Fundadores de 1810 y 1811, quienes luego de firmar el Acta de Independencia y antes de aprobar la Constitución, dictan una carta de derechos inspirada en la primera.
De modo que, nuestros últimos 200 años son el espejo de un dilema aún no resuelto y que explica la grave fractura que aqueja a la sociedad venezolana, partida en dos mitades. Una aplaude al hombre fuerte y de laureles, como al general Pedro Carujo, y otra admira al sabio rector José María Vargas, quien ante la afirmación de éste: !la patria es de los valientes!, le responde categórico que la patria es del hombre justo.
Una Venezuela acompaña al «césar democrático» o gendarme necesario, que describe la literatura de Laureano Vallenilla Lanz, ministro del dictador Juan Vicente Gómez y traza la personalidad de nuestro Libertador. Otra Venezuela se mira en Andrés Bello o en Juan Germán Roscio. Una cree en la fuerza de la ley, otra adhiere a la ley del más fuerte y desalmado, como el teniente Diosdado Cabello.
Se trata, pues, de una disyuntiva agonal que otra vez se plantea a la muerte del último hombre a caballo – Chávez – y capataz de fundo en pleno siglo digital, cuya imagen copa toda nuestra historia de repúblicas de medianía. Vuelve por sus fueros la apuesta entre el ciudadano, quien reivindica su dignidad de hombre libre, y quien, contento de su espíritu colonial dice «tener patria», y en su favor haber renunciado a todo.