En la novela Rinconete y Cortadillo, don Miguel de Cervantes relata las estrambóticas vivencias de una hermandad de ladrones y malhechores, que logró asentarse en el puerto de Sevilla a finales del siglo XVI, y a cuyo mando estaba Monipodio, también conocido como el Rey de los Truhanes.
Y fue esa misma obra la que inspiró a Stephen Boyd, catedrático de Estudios Hispánicos en la Universidad de Cork, Irlanda, para escribir un interesante ensayo, en el cual asocia los objetos que adornaban dicho patio con los no menos extravagantes códigos de conducta que regían en la hermandad, típico oxímoron social de la época.
Un ejemplo por demás ilustrativo lo expone el profesor al analizar la conversación contenida en este párrafo:
“… Porque quiero que sepas, hermana Cariharta, si no lo sabes ya, que a lo que se quiere bien, se castiga; y cuando estos bellacones nos dan y azotan y acocean, entonces nos adoran. Si no, confiésame una verdad, por tu vida: -después que te hubo Repolido castigado y bramido, ¿no te hizo alguna caricia?”
Similares reflexiones hace acerca de otro de los diálogos, en el cual, y luego de una fuerte disputa suscitada entre Repolido, Chiquiznaque y Maniferro, todos miembros de la cofradía, aparece Monipodio forzándoles a hacer las paces. Copiemos:
“… No hay amigo que quiera enojar ni hacer burla de otro amigo; y pues todos somos amigos, dense las manos los amigos…”
Otro emblema que el autor destaca de aquel sitio tan singular, es el de la imagen de Nuestra Señora, “destas de mala estampa”, representativa de un deforme y delgado hilo de moralidad y fe religiosa en aquella comunidad criminal, en donde Rinconete –palabras más, palabras menos- confiesa ser cierto que oficia como ladrón, al tiempo que agrega que lo hace para “… servir a Dios y a las buenas gentes…
-Soy de los que rezamos nuestro rosario repartido en toda la semana y muchos de nosotros no hurtamos en día del viernes, ni tenemos conversación con mujer que se llame María el día del sábado”.
Como vemos, se concluye en la existencia de un teatro de lo absurdo, en donde la civilidad y la razón coexisten obligadamente con cientos de locuras y disparates.
Pues bien, cuatro siglos después, resulta que ese mismo patio sevillano se reprodujo en nuestras propias narices. Pero lo hizo en grande, sin reservas, hasta abarcar todos los espacios de esta atribulada nación.
En efecto, acá se multiplicaron los códigos cervantinos. Y es por ello que la poblada oficialista –equivalente a Juliana la Cariharta- aunque implacablemente maltratada durante 14 largos años, aún se cree adorada. Y cobra vida su réplica: “… No diga vuesa merced mal de aquel maldito, que con cuan malo es, le quiero más que a las telas de mi corazón..”
Además, entre miles de ejemplos, explica porqué las humillantes colas para comprar en un Mercal, invariablemente concluyen en olvido y agradecimiento al nada más recibirse la harina pan, la margarina y el aceite. ¡Después del golpe, viene la caricia! Y de allí mismo ha de surgir la servil y esclavista consigna: Con hambre y sin empleo, con Chávez me resteo. O la más reciente: ¡Culo de patriota no necesita papel tualé!
Para completar las semejanzas, también se ve a los enchufados rojo rojitos expoliar el erario público, al tiempo que rezan el rosario y besan la mano del Papa. Y de seguro que igualmente invocan la protección divina cuando aplican la omertá y el tapareo entre camaradas, como ocurre en la Asamblea, en donde jamás ha prosperado una moción que aspire investigar las corruptelas oficialistas. O en fiscalía y tribunales, en donde ya es irrespirable el denso hedor a alcahueteo e impunidad.
Quizá la más actualizada presencia de esta ruina moral, la encontremos en las reacciones de los altos jerarcas boliburgueses ante las gravísimas revelaciones e infidencias de Mario Silva, quien -comenzando por sí mismo- confirmó que este gobierno se encuentra totalmente infestado de hampones y malvivientes.
Como era de esperar, la revolución se ajustó a los guiones y banalizó el hecho. Por ello es que, bien abrazaditos, aparecen denunciante y denunciados alardeando de su inquebrantable lealtad y asegurando que la grabación es un montaje.
Tal escena –verdadero dechado de cinismo y complicidad- en la jerga de la cofradía equivale a “no enojar a los amigos, conversar como amigos y a darse la mano como amigos”. Y ratifica, solemnemente, que llegamos al precipicio.
Nada que hacer señores: decencia, libertad, justicia y democracia: ¡bien largos al carajo! Sólo valen la revolución… y los bolsillos…
Bien lo dijo otro apasionado cervantista, Stanislav Zimic, al referirse al mismo patio andaluz: “… todo era emblema de decrepitud política, militar y económica, cuya podredumbre y bancarrota se intentaban disfrazar con colores y perfumes…”
Monipodio… Toripollo… Madurodio… ¡Qué importa el nombre!
El patio de monipodio
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