Acompañó a su madre hasta el último momento. Se las ingeniaba para darle de comer y garantizarle abrigo, sólo recogiendo latas.
Alguna desdicha le trastocó la razón, no posee la plenitud de sus facultades mentales como para enlistarlo entre la “gente normal”, pero con toda sensibilidad hizo lo que el resto no quiso y era darle amor a su madre.
Prolífica en su descendencia fue aquella mujer y algo de fantasmagorías invadió siempre su entendimiento. Con una suerte nada envidiable y una vida traumática el destino le deparó muchos hijos.
Todos la abandonaron, rara vez alguno que otro se hacía ver de ella. Cualesquieran hayan sido sus desdichas, aquella mujer contó con el amor de quien en fugaces ráfagas de razón nunca la desatendió.
Recogiendo basura y latas con muy precarios recursos avizorando la lamentable pérdida, pagó durante años los servicios fúnebres de su madre. Preparando con tiempo lo inevitable y a ninguno de sus hermanos exigió ni un centavo. Lo hizo solo con la satisfacción de un celoso y amoroso guardián.
Un hijo gallardo, un noble hombre, un hidalgo enarboló la bandera del amor. Él la cuidaba, la alimentaba, la bañaba y vestía desde que cayó en postración. A nadie le pedía ayuda, a nadie exigía socorro. Él solo con su mirada disipada nunca perdió la brújula del amor filial.
Daba sin quererlo una lección de grandeza, de humanidad, pues siendo un recoge latas pudo suministrar a su madre el trato postrimero de una dama que se despidió silente con el rostro enjugado de un llanto ahogado por el dolor del abandono.
Traumática es la vida para algunos, hay quienes la superan y la van llevando soportando el peso del martirio y una vida así no es vida, es más bien un tributo al dolor y a la desesperación.
Andamos por la vida sacrificando a unos y enalteciendo a otros, a veces sin querer y sin ni siquiera pensarlo construimos los destinos y destruimos a los hombres dejando una estela de angustia de cuyas memorias daremos cuenta ante el tribunal de Dios.