Cuando un hombre habla expresa su humanidad, la intensidad de un deseo que busca realizarse. Es que el idioma no es solo semántica y forma, también es contenido y sustancia espiritual.
El lenguaje, en tanto sistema codificado, hay que verlo inmerso en un macro sistema que es la sociedad y, con ella, toda la carga de contradicciones que presenta.
Por eso el idioma es como la sociedad, continua contradicción. En el desarrollo industrial el lenguaje es una de las herramientas que le permite al hombre generar objetos con altos índices de productividad.
Sin embargo, estos índices en una industria no pueden estar circunscritos solo a las relaciones de productividad en sí. Gran cantidad de factores no solo condicionan al trabajador, también determinan su participación en la producción.
El idioma es, en este orden de ideas, una herramienta de trabajo indispensable que determina y fija los índices de productividad. Si hablamos de una problemática en torno del idioma hemos de entender que su causa posiblemente esté en el hombre, y la de éste encontrarse en un régimen de Estado que le es hostil y lo niega como ser humano.
Si hay un deterioro en nuestro idioma es que el espíritu del hombre está vacío. Vacío por el abandono a que ha sido sometido el lenguaje. Y si el idioma, como sinónimo de progreso, está deteriorado ¿cómo exigirle a este trabajador calidad en el producto que elabora? ¿cómo puede este desposeído del idioma entender su realidad si le falta la herramienta del lenguaje?
El idioma es, fundamentalmente, la representación de ideas y sueños de una pasión, un anhelo, y es, por esencia, un cuerpo transformador. De ahí que los objetos fabricados por el hombre sean materialización del lenguaje. Su calidad, la del producto, viene dada por el correcto uso y aplicación del idioma.
Por eso no se puede hablar de productividad apartando al idioma pues éste es la herramienta que da sentido lógico a las relaciones de producción. El idioma se genera por una necesidad objetiva en el hombre: el trabajo. Posteriormente y en reciprocidad, ambos se enriquecen. La calidad de ellos viene dada por el uso óptimo del esfuerzo y las herramientas que usa el hombre.
Optimar los procesos de producción significa valorar el desarrollo de un vocabulario acorde con la actividad industrial. Esto es, ser consciente con el idioma que se utiliza.
El desarrollo tecnológico debe desterrar la visión utilitarista del lenguaje, que niega la condición humana de la actividad laboral, condenando al hombre a convertirse en una tarjeta adherida a la rueda industrial.
En 1771 Robert Owen, quien aplicó los fundamentos de la Utopía de Tomás Moro, organizó una comunidad que denominó New Lanark. En esta comunidad edificó una fábrica y a la vez construyó escuelas, viviendas, comedores, campos recreacionales, centros culturales y sitios de lectura para los trabajadores y sus familiares.
Gracias a estas mínimas condiciones de bienestar que consiguió para sus trabajadores, Owen logró de ellos un índice más alto de productividad.
En su opinión no eran solo las condiciones socioeconómicas ni las reivindicaciones salariales que lograron alcanzar índices óptimos de productividad. También fue el desarrollo educativo y cultural, y con ello el empleo de un adecuado vocabulario lo que permitió al trabajador ser consciente de su realidad e incidir sobre ella para transformarla.
Por todo esto es de afirmar que de una hermosa utopía, que no es más que el sueño vuelto idioma, nacerá la nueva visión del hombre y el trabajo.
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