El ser humano, según su conciencia, siempre ha tratado de catalogar las cosas en dos columnas: lo que es bueno o malo, recto o torcido, conveniente o inconveniente.
Estas clasificaciones son, a fin de cuentas, las que le van a permitir sustentar la toma decisiones o emisión de juicios críticos. Y es precisamente desde ese estadio que las normas morales fijan las relaciones de conveniencia o disconformidad entre los principios y los hechos.
En nuestro país muchas veces tratamos de torcer esas normas morales para justificar lo injustificable. De ahí que para algunos el intento de golpe de estado contra Carlos Andrés Pérez era necesario y correcto, a pesar de solo tener dos logros en sus alforjas: la rendición de quienes comandaban y el asesinato de inocentes, y para esos mismos expertos en golpes de Estado cualquier comentario o crítica al ejercicio del poder de Nicolás Maduro debe ser tildado como “acciones que buscan desestabilizar” y en consecuencia son un “golpe de estado malévolo”.
Ni buenos, ni malos
Hablar de golpe de estado en Venezuela es casi tan popular como el beisbol. Todos tienen un amigo, un conocido, un conocido de un conocido, la cuñada del primo del hermano de la muchacha que limpia en la casa que conoce a alguien que ha escuchado ruidos de sables.
Lo que sí es cierto que los golpes de estado no son buenos, ni malos, son simplemente golpes de estado.
El concepto de golpe de Estado (coup d’État) comenzó a ser empleado en Francia en el siglo XVII, para referirse a las medidas violentas y repentinas tomadas por el Rey, sin respetar la legislación ni las normas morales, generalmente para deshacerse de sus enemigos o cuando consideraba que eran necesarias para mantener la seguridad o el bien común.
Desde ese concepto original hasta nuestros días las cosas han cambiado. En 1930 el periodista Curzio Malaparte Falconi plasmó es su libro Tecnica del colpo di Stato, basado en el análisis crítico de las acciones del fascismo y el nazismo, que los golpes de Estado no eran solo una operación ejecutada por integrantes del Estado, sino también por civiles, que mediante la desestabilización a través de acciones sociales, provocan la caída del gobierno.
En Venezuela vivimos en un constante coup d’État, ya que quienes ejercen el poder violan las leyes, las normas morales y hasta se eliminan a los adversarios políticos (a quienes en realidad consideran enemigos), por razones que para ellos y solo para ellos son el bien común: mantenerse en el poder.
En un sistema político democrático, pluralista y alternativo los golpes de estado no son necesarios porque los ciudadanos cuentan con mecanismos para defenderse del gobierno. Pero nuestro sistema dejó de ser democrático, pluralista y alternativo con la llegada al poder de los golpistas de antaño.
Protestar es un derecho
Los ciudadanos tenemos en nuestras manos un poder fáctico que podemos y debemos ejercer, si nos organizamos y actuamos, para contrarrestar esos constantes golpes de Estado desde el poder: la protesta. La protesta ciudadana es el catalizador de un nuevo movimiento social, indefinido ideológicamente, pero radicalmente político en su esencia, si se entiende esa esencia como la indefensión en que se encuentran los ciudadanos ante el omnipotente poder político.
Y es que en el fondo de la protesta ciudadana late un magma que reconoce, por encima de cualquier otra, como válida y legítima lo que Tomás de Aquino en su Summa Theologiae concebía como “la ordenación de la razón dirigida al bien común”: el imperio de la Ley. Si la ley es ultrajada, hay que restituirla.
Por eso es que resulta difícil entender a quienes están llamados a liderar a esa sociedad, escondidos en falsos artilugios politiqueros o con miedos a decir y a hacer, dejando que sean otros (llámense estudiantes, profesores, periodistas, entre otros) los que marquen la pauta de la protesta.
Si en el año 2000 Alejandro Toledo no hubiese sido firme en las protestas contra el régimen fujimorista, seguramente no hubiera alcanzado el poder y su predecesor, Alberto Fujimori, no se encontraría tras las rejas, acompañado de su esbirro: Vladimiro Montesinos.
Hay políticos que creen que una sociedad combativa sería la muerte de la política y, consecuentemente, la desaparición de los políticos y de su valioso patrimonio: el poder, cuando en realidad es desde esa sociedad que pueden surgir los cambios anhelados y la restitución del verdadero poder soberano.
Llueve… pero escampa
@yilales