Una estancia en Santiago de Chile, para cualquier visitante que se tome la molestia de estar con los sentidos atentos, arrojará rápidamente algunas imágenes que simbolizan la ruptura, en términos político-culturales y naturalmente simbólicos, que ha representado para esta nación el régimen dictatorial de Augusto Pinochet.
El país ha tenido una seguidilla de gobiernos electos democráticamente, e incluso tuvo en el poder (y hoy tiene el mayor chance de reelegirse) a una mujer al frente del gobierno, y es Michelle Bachelet una que precisamente sufrió en carne propia los excesos del régimen militar que puso fin en 1973 al gobierno de Salvador Allende. Aún así, las heridas parecen lejos de cicatrizarse por completo. Dos hechos, aislados entre sí y en cuestión de pocos días, me permitieron palpar la distancia que media entre alcanzar un modelo democrático, como el que viven hoy los chilenos, y hacer efectiva la superación colectiva de la enorme división que emana de la dictadura.
Un grupo de académicos latinoamericanos hacemos un paseo por Santiago. Estupefactos, observamos como un anciano de caminar seguro, se detiene frente a la estatua de un prócer militar, la escupe y le espeta: Asesino. Luego, sin inmutarse, como si se tratara de un ritual cotidiano, sigue su camino por las calles de la ciudad. Ni la presencia de los visitantes le preocupó, ni tampoco el temor a una eventual vigilancia policial del lugar. La iconografía castrense está extendida en el Chile postdictadura, y aunque las plazas estén limpias y bien cuidadas, no todos los chilenos se sienten incluidos en esa representación militarista. Al contrario, es un aspecto que como muchos otros divide. Graffittis de puño juvenil en la salida de Santiago, rumbo a Valparaíso, también le dicen maricón a un figura militar ecuestre, antes de que lleguen las autoridades respectivas a limpiar el lugar. ¿Otro ritual cotidiano?
Comparto una cena en la casa de intelectuales y políticos ligados al Partido Socialista, quien para entonces (inicios de 2010) era el partido que estaba en el poder. La comida parece transcurrir sin sobresaltos, incluso cuando hablamos de la Venezuela gobernada por Hugo Chávez, hasta que alguien coloca en la mesa la entonces candidatura de quien finalmente resultó electo como presidente para el período 2010-2014, el empresario Sebastián Piñera. Como en muchas otras discusiones en Chile, el debate se desvía del tema inicial para pasarlo por el filtro de la dictadura de Pinochet. Todo parece reducirse al hecho de si Piñera llamó a votar a favor del no, o si hizo lo contrario, en el definitorio referendo de 1989 que abrió el cause democrático en Chile. Un psicólogo, presente en la cena, me brinda una suerte de explicación al rumbo que tomó la discusión: tardaremos varias generaciones en superar el tema de la dictadura. El giro que tomó el debate sobre Piñera es lo habitual en Chile, pues hasta un paseo turístico remite a las decisiones del régimen militar, como esa de que el poder legislativo actúe en la ciudad de Valparaíso y no en Santiago, la capital. El dictador no quería molestias de los congresistas, sentencia impávido el guía turístico.
La notable brecha político-simbólica que atraviesa al Chile democrático tiene como referente inmediato a la dictadura de Pinochet, y nadie podría restarle responsabilidad en ello. Sin embargo, al mirar más atrás, debe admitirse que las semillas de la intolerancia y la división, enfrentando incluso entre sí a las propias fuerzas de la izquierda, la sembraron los más radicales allegados al gobierno de Allende. Hoy, ese tamiz por el que se pasan todos los temas, para poner a un lado y otro, es una seria dificultad para la consolidación democrática. Afecta por igual a todos los chilenos, una suerte de sello del que nadie puede escaparse. La estampa del Chile actual, gobernado ya largamente por administraciones democráticas, simboliza la dificultad de saldar las heridas que deja el autoritarismo en una sociedad.
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