Del Guaire al Turbio
Mediaba el año 2010 cuando el ilegítimo dijo a voz en cuello, en no sé cuál de sus programas o cadenas televisivas –en todo caso siempre insoportables- que maldecía a los judíos desde sus entrañas. Un año después y por el mismo medio, anunciaba que tenía cáncer… en sus entrañas. Escogió para tratar su grave mal el lugar del continente más atrasado en medicina. Casi dos años de idas y venidas a la isla del mar de la felicidad, tantas veces como al quirófano mismo, donde fue operado y maltratado. Murió por fin vencido por el tumor de sus entrañas maldicientes. No sabemos si fue en diciembre de 2012 o en alguno de los primeros meses de 2013. Sus herederos políticos nos comunicaron su fecha de muerte cómo el 5 de marzo, ¡qué cosa, justamente 60 años después del deceso de Joseph Stalin! Feliz aniversario, ¡se parecían tanto!
Maldecir es una aberrante costumbre de los pueblos muy católicos, como los de España, Italia y Francia, ejemplos clásicos. Maldicen y blasfeman porque son creyentes, se enojan cuando creen que Dios los contradice y no les salen bien sus propósitos o sufren serios percances. Se comprende aunque no se apruebe, precisamente porque creen en la divinidad, furiosos, se enfrentan a ésta y a sus servidores, como la Santísima Virgen y los santos. Los pueblos no creyentes o los fríos en su vivencia cristiana, no maldicen, no les da nota, no desafían a un Dios en el cual no creen o no sienten cerca.
El pueblo venezolano, más supersticioso que religioso, o de una religiosidad sincrética, donde se mezclan ambas cosas, no maldice, más bien bendice. Lo hacemos todos, sea porque se nos cae un objeto al suelo y se rompe o sea porque se nos incendie el carro, nuestra exclamaciones son: ¡Bendito sea Dios! ¡Virgen Santísima! ¡Alabado sea el Señor! ¿Quién nos enseñó esta costumbre cuando descendemos de un pueblo tan blasfemo como el español y de los paganos indios y negros? Mi hermana Berenice tiene una hermosa y acertada respuesta: los misionero que nos evangelizaron.
Los conquistadores fueron hombres rudos, su lenguaje debió ser groseramente florido, de ellos no podíamos aprender la bendición. Quizás los misioneros, entre los que se destacan sobre todo los franciscanos capuchinos, vieron en nuestro pueblo autóctono, virgen aún de las horribles maldiciones de la Madre Patria, la posibilidad de darle una manera distinta y congruente con el cristianismo para responder con la palabra a las vicisitudes y contradicciones de la jornada. Entonces lo enseñaron y nos enseñaron a bendecir; tanto, que nosotros, además, hemos tenido las costumbre –lamentablemente perdiéndose bastante hoy- de pedir la bendición a nuestros mayores: padres, abuelos, tíos y padrinos.
Sin raigambre venezolana es la maldición a los judíos del finado ilegítimo. Quizás tampoco sabía que los pueblos semitas, todos descendientes de Abraham, aun irreconciliables entre sí, no se maldicen unos a otros. Creen que el padre común –de los cristianos también- hace revertir la maldición sobre el maldiciente. Un árabe fundamentalista puede odiar y matar a un hebreo, pero jamás lo maldice. Sin embargo, tampoco creamos nosotros que el entrañable tumor maligno fue un castigo de Dios. No, Dios no castiga: Dios ama. El hombre se castiga a sí mismo. El demonio era un ángel y conserva poder en este mundo. Quien maldice lo invoca.
Siento la obligación de escribir de estas cosas porque la humanidad olvida.
No hace ni 100 años de la II Guerra Mundial, desatada por un loco fanático de la raza aria. No sólo sacrificó en campos de concentración a millones de judíos, sino a cristianos, a todo el que se le oponía. En esa guerra murieron además millones de inocentes: niños, civiles y soldados arrastrados a combatir en una lucha sin sentido. Pues bien, debo alertar, con tremenda angustia, que hay otro drama en puertas. En Europa se levantan un neonazismo y un antisemitismo alarmantes. En la sufrida Francia durante aquel conflicto, hoy olvidadiza e inconsciente, se ha desatado una cruel persecución. Han atacado con saldo mortal sinagogas, barrios, escuelas y autobuses con niños judíos. Si no reaccionamos como humanidad ya, viviremos otro holocausto. Víctimas seremos todos los hijos de Abraham.