Por más que el Gobierno pretenda, sin el más leve de los escrúpulos, callar el libre juego de las ideas, el disenso, con su avasallante propaganda y la reducción, dentro del espectro de medios de comunicación social, de las ventanas de información que, por independientes, les son incómodas, la verdad le estalla en la cara a un poder «entrampado», como dijera, en la primera entrega de un controversial audio, cierto tenebroso personaje perteneciente a ese mismo entorno.
Están enredados en sus ineficiencias, en sus monumentales torpezas, en sus vicios de antología. Pasarán a la posteridad como los herederos de un mando absoluto, con el cual no supieron qué hacer. Por falta de capacidad, en buena medida; y, en lo que resta de ese aprieto, en suma, de ese fraude, por no aparecer como «traidores» de las líneas iniciales de la revolución. Pero el país habló con sorda rudeza en la consulta electoral del 14 de abril, y ahora comienza a dar claras muestras de su cansancio, de su hastío. Es una agitación social que se sobrepone al miedo y no es de extrañar que desemboque en una eclosión plagada de riesgos. Porque aparte de la viscosa incógnita de ilegitimidad que mancha la banda presidencial de quien ocupa Miraflores, el escogido en los días postreros no ha querido, o no ha podido, igual da, desencadenar la rectificación histórica a la cual estaba obligado, por las evidencias de desgaste, descomposición y quiebra que en todos sus órdenes la república acusa.
No basta que el sucesor haya ordenado desmontar el intento del gobernador zuliano de calcar en aquella entidad el martirio de la libreta de racionamiento para el consumo, que apenas se diferencia de la cubana en que la de acá sería digital. «Es una locura», reconoció, enterado del profundo malestar que el solo anuncio de esa medida desató en predios tan calurosos como proverbialmente espontáneos e insumisos.
Debieron recoger, pues, su globo de ensayo. El venezolano común, enterado como está de la manera alegre y criminal en que han sido malversados recursos cuantiosos derivados de una bonanza que pudiera no repetirse, no entiende cómo es que, luego de tantos delirios, penurias y esperanzas fallidas, al cabo de pregonarse con insistencia tan estridente que el petróleo pasó a ser de todos, ahora, en esta «patria nueva», en esta «potencia» en que según la palabra oficial nos convertiríamos, catorce años después se le llega a decir que debe apretarse el cinturón, hasta los extremos de la privación, aceptar su absoluta depauperación, con sus salarios evaporados, y contentarse, además, con llevar a sus hogares sólo los alimentos que un burócrata y sus odiosas restricciones les permitan.
Es una locura esa libreta digital, sí, pero lo reprochable de la agenda gubernamental no se queda ahí. La locura abarca mucho más que eso y no es tan enrollable como la iniciativa que Francisco Arias Cárdenas deberá desactivar.
El chip que debe ser desbaratado es el que programa al Gobierno. La locura, en su dimensión exacta, es la de porfiar en los desenfrenos que nos traído hasta aquí. El país no admite más reparaciones superficiales, adjetivas, de discursos necios, sin soporte en acciones concretas y sostenidas. Eso de proclamar, después de destruir al aparato productivo, que la solución al problema de la escasez es «producir, producir, producir», y «trabajar más», queda desmentido en forma fehaciente con una tradición de más de una década de perseguir, con el peso de todo el aparataje del Estado, precisamente, a todo quien produzca, o, peor aún, a todo aquel que tenga éxito. Hablamos de fuentes de empleo aniquiladas, pero también de universidades con presupuestos desactualizados, sin posibilidades de investigar. Hablamos de un pueblo desprotegido sanitariamente, y sometido a la perspectiva de ser abatido, en los meses venideros, por una inflación que ya bate records pero que podría alcanzar los ribetes de espantosa.
Hablamos, en una palabra, de un proyecto suficientemente fracasado. De un modelo agotado, ruinoso, pervertido. Hablamos de una sinrazón que los venezolanos no nos merecemos.