Buena Nueva
Jesucristo revive a tres muertos durante su vida pública. En dos de los casos Jesús había sido solicitado con urgencia para atenderlos mientras aún estaban enfermos: la hijita de Jairo y su amigo Lázaro. Y por una razón u otra, se retrasa en llegar.
Cuando Jesús al fin llega a la casa de Jairo, la niña acababa de fallecer. Y cuando llega a Betania, ya Lázaro tenía tanto tiempo enterrado que el cadáver hedía.
¿Por qué se retrasó Jesús en llegar? Parecería como si hubiera querido dejar que murieran. ¿Por qué? Puede ser para mostrar aún más la Omnipotencia que poseía por ser Dios: más difícil era revivir un muerto, que curar un enfermo.
En ambos casos, por supuesto, Jesús actuó compadecido del dolor, tanto así que El mismo lloró ante el sepulcro de Lázaro.
Pero en el caso del tercer muerto traído a la vida, nadie le pidió ayuda a Jesús. Nos dice el Evangelio (Lc 7, 11-17) que Jesús iba entrando a una población llamada Naím y se topa con un cortejo fúnebre de un joven muerto, hijo único de una viuda. Cuando el Señor la vio se compadeció de ella y le dijo que no llorara más. ¡Cómo no iba a llorar! ¡Era su único hijo!
Acto seguido, Jesús hace parar la procesión. ¿Por qué este forastero, no conocido aquí en Naím, que tampoco es parte del evento fúnebre detiene este cortejo? Debe haber parado la procesión con mucha autoridad, porque nadie se lo impidió. Y los que llevaban el cadáver, le obedecieron. ¿Qué pretenderá? Sus discípulos y un poco más de gente que venía acompañándolo, deben haber pensado lo que Jesús iba a hacer. Imaginemos el suspenso…
Se dirige, entonces, al muerto. Por cierto, no dice el Evangelio que en voz baja, así que deben haber sido muy audibles estas palabras: ¡Joven, Yo te lo mando: levántate! Y ¡qué impresión ver al muerto levantarse de su ataúd y comenzar a hablar! Luego Jesús se lo entregó a su madre.
El Evangelio no nos dice la reacción de la madre. Pero, a pesar de haberse alegrado, la alegría debe haber estado mezclada con una tremenda impresión. Impresionados también estaban los presentes. Todos se llenaron de temor, dice el Evangelio. ¡Claro! Un evento así tiene que abrumar a quien lo ve suceder ante sus ojos: un muerto que se sale de su ataúd a la orden de un extraño.
Hubo otros revividos que nos narra la Biblia. Por cierto, el primer muerto vuelto a la vida en el Antiguo Testamento es otro hijo único de viuda (1Re 17, 17-24). Fue el hijo de la viuda de Sarepta, quien le dio de comer al Profeta Elías con la poca harina y aceite que le quedaba para ella y su hijo. Hubo un primer milagro: la harina y el aceite no se acababa. Pero en un momento dado, el niño enfermó y murió. Esta mamá sí le reclamó a Elías. Y el Profeta clama a Dios, pidiéndole que le devuelva la vida a este niño. El niño volvió a la vida y Elías se lo entregó a su madre. La mujer reconoce, entonces, que Elías es un hombre de Dios y que los consejos que le ha dado vienen del Señor.
Dos milagros de hijos de dos viudas vueltos a la vida, milagros que muestran el poder de Dios y su compasión para dos mujeres que sufren. A veces Dios hace esos prodigios. A veces no. Pero, hayan prodigios o no, Dios siempre está ahí con su poder y su misericordia.
Revivir muertos es muestra imponente del poder de Dios. Pero hay algo más impresionante que esto. Si los cuerpos muertos vueltos a la vida impresionan, mayor muestra del poder divino son las almas muertas por el pecado que vuelven a la vida por el perdón de Dios. No lo ven nuestros ojos, pero si lo pudiéramos ver, nos quedaríamos impresionados de lo que es un alma muerta y luego resucitada por la misericordia divina en el Sacramento de la Confesión.
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