Desde 1815 en la Carta de Jamaica de Bolívar viene insinuándose cómo deberían ser las relaciones entre Venezuela y Colombia. Ni la disolución de la República de Colombia en 1830, ni los secuestros o la disputa limítrofe han marcado tanto el relacionamiento como lo ocurrido en los últimos catorce años. Parece nuevamente una problemática condenada sin soluciones a una eternidad. Las relaciones necesitan un exorcismo que la despoje del espíritu maligno que influyó la noche septembrina.
Parecía, a partir del gobierno de Santos, que estábamos en el umbral de un nuevo tiempo. Pero los terrenos han vuelto a encasquillarse. El recibimiento normal del Presidente de Colombia al principal líder de la oposición venezolana, Henrique Capriles, ha indispuesto al sensible gobierno de Nicolás Maduro, que sabiéndose guindando de un hilo, todo lo asusta.
Diosdado Cabello encargado de complicar día a día todo, insulta al gobierno colombiano. El inexperto canciller Jaua habla de conspiración, sin ofrecer pruebas y el propio Maduro amenaza sin tener con qué hacerlo. En Colombia siguen celebrando que Venezuela tenga el gobierno que tiene, porque les ha permitido crecer económicamente.
Colombia está en todo. Con Chile, Perú y México firma una alianza estratégica para el comercio con el pacífico. Lleva adelante en La Habana un proceso de paz interna. Ya firmaron el primer acuerdo gobierno y las FARC en materia de agricultura. Conversaciones de las cuales informa al Papa Francisco el Presidente Mújica del Uruguay que no es ni siquiera mediador, al tiempo que Venezuela amenaza con retirarse del dialogo. Y así mismo, anuncia que como país atlántico se incorporará a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Colombia tiene al toripollo venezolano agarrado por los cachos, porque la seguridad alimentaria de Venezuela depende del país vecino y porque los empresarios colombianos se han hecho ya de nuevos espacios comerciales con lo cual los venezolanos no son tan indispensables.
Y por si fuera poco además, en las selvas de Urabá, pudieran estar cantando los aborígenes y sus descendientes colombianos, aquella canción de Rafael “Nada soy sin Laura, nada soy sin su amor, no se si el mundo es el de siempre, pero yo lo veo diferente, envidio al mar que tiene agua y al amanecer que tiene sol, te busco a ti bajo las hojas, solo estoy sin tu amor”. Porque el pasado 12 de mayo el Papa Francisco canonizó a la primera colombiana, Laura Montoya Upegui, una santa con proyección de misionera universal. Nació en Jericó, Antioquia un 26 de mayo de 1874, en el seno de una familia marcada por la violencia que ha azotado ese país durante décadas. Su padre fue asesinado por sus convicciones políticas y religiosas. Ella misma sufrió la violencia.
Se trata de una monja que se sentía más cómoda usando botas de caucho, trabajando como maestra rural, que vistiendo el hábito del convento. Escribió treinta libros y fundó la Congregación de Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena. Las Hermanas Lauristas se encuentran hoy en veintiún países en Europa, África y América. La Madre Laura centró su trabajo sobre todo en la defensa de los huérfanos y en los que sufren la discriminación racial.
La santidad de la Madre Laura reivindica el trabajo de la Iglesia Católica en tierra de misiones, donde florece el humanismo heroico de que hablaba el filósofo francés Jacques Maritain o la santificación en la acción del esfuerzo humano que planteaba Teilhard de Chardin.
Colombia que es el sexto país en el mundo en número de fieles católicos, estrena una santa cuyo primer milagro se conoció en 1993 al sanar una mujer con cáncer de útero y más recientemente otro milagro en la persona de un médico antioqueño. Fue Medellín, la ciudad que vio a Laura Montoya en traginoso andar y donde muriera el 21 de octubre de 1949. En varios Estados de Venezuela las monjas lauristas dejaron sus huellas. Definitivamente Colombia nos lleva una morena.
Colombia en todo
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