La producción académica durante la década pasada, especialmente en el contexto anglosajón, fue particularmente prolífica en analizar el fenómeno de las transiciones. Materia prima sobraba. Bastaba mirar hacia el este europeo, tras la caída del muro de Berlín y el derrumbe, cual castillo de naipes, de la otrora todopoderosa Unión Soviética. En Sudamérica, en tanto, se avanzaba literalmente a pulso en la consolidación de democracias en las que persistían enclaves autoritarios, herencia de las dictaduras. Con tal escenario a pocos debía sorprender que las ciencias políticas, entonces, produjeran una basta literatura dedicada a analizar el fenómeno.
Un intenso debate acompañó a la producción académica, para distinguir entre aquellos que prácticamente optaban por una especie de ranking, donde todos los países cabían y se comparaban entre sí, mientras que otros autores enfatizaban el contexto específico para hacer una lectura de avances o retrocesos. Unos y otros, sin embargo, compartían algunos criterios mínimos de qué es lo que se entiende por democracia y, desde sus lecturas analíticas, parecía apropiado definir parámetros mínimos sobre los retrocesos democráticos. Tal actividad no era sencillamente una abstracción teórica. En muchos países postcomunistas, en el este europeo, aún –hoy día- está distante la práctica democrática y, en algunos casos, los gobiernos siguen siendo ejercidos por las viejas figuras ligadas a la extinta URSS.
Un autor que puntualiza aspectos sobre tal debate académico es Andreas Schedler en su artículo “What is democratic consolidation?”. Más que la consolidación democrática, al autor le inquieta el asunto de la llamada erosión democrática y, por supuesto, que se produzca una interrupción del esquema democrático en el ejercicio del poder. Viendo la situación venezolana actual, tiene sentido analizar si son aplicables en nuestro país algunas de las variables que usa Schedler para valorar avances o retrocesos, especialmente, para un régimen de talante democrático en sus orígenes.
Al abordar la cuestión de la erosión democrática, Schedler resalta procesos contemporáneos en los que sin que se haya producido un evidente o notorio quiebre democrático, se ha producido un retroceso, diríamos que una pérdida de calidad en el sistema. Se trata a todas luces de una regresión, aunque se mantenga un modelo de participación electoral y un respeto básico por derechos humanos. En este punto el autor apela a Guillermo O’Donnell, quien ya a fines de los 80 llamó la atención sobre la silenciosa regresión desde la democracia a lo que denominó semidemocracia. Se trata de procesos sutiles, con progresiva disminución del espacio para el ejercicio de las libertades civiles y políticas, y una menor efectividad del sistema de garantías de división de poderes, esencia del constitucionalismo moderno.
Para Schedler, existen varias maneras de que se produzca una muerte lenta del sistema democrático, sin obviar que el riesgo de un regreso al autoritarismo militar sigue latente. Otras formas de erosionar a la democracia pasan por el hecho de que la violencia del Estado subvierta el poder de la ley, o que la predominancia de algunos partidos socave la competencia electoral, o que la inexistencia de instituciones afecte la transparencia del voto, o que se produzca un retroceso en los derechos ciudadanos a través de la promulgación de nuevas leyes restrictivas.
De las cuatro piezas que ubica nuestro autor, como parte del rompecabezas para la regresión autoritaria, en Venezuela al menos tres de ellas están bastante marcadas. Es sabido que los autoritarismos no están reñidos, necesariamente, con la popularidad. Y en tales contextos cobra justamente mayor vigor aquella vieja noción: una verdadera democracia no sólo puede verse por las decisiones a favor de una mayoría, sino por el rol que desde el poder se ejerce en aras de la diversidad, pluralidad y respeto de las voces disidentes. La erosión democrática parece arropar a Venezuela.
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La erosión de la democracia
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