Llueve a cantaros. Siento como si me hubiesen dado una soberana pela; o, en tal caso, como si me hubiesen molido a palos. Tenía tiempo que no me daba un cuadro de gripa tan fuerte, como la que estoy atravesando. Antes, mucho antes, cuando me enfermaba o me contagiaba de algún resfriado, mi bienamada madre me curaba en un santiamén: me hacía un jugo de limón caliente; me daba a tomar un par de pastillas, no sé de qué, realmente, y, se sentaba a mi lado a contarme historias fantásticas de su infancia.
Hoy en día, por razones de cambios bruscos, tanto de temperatura como de distancias, mi madre no está conmigo en éste momento. Hace unos días fui al médico, a fin de descartar el virus AH1N1. Me mandaron una retahíla de remedios. Así molido, con el cuerpo apesadumbrado, adolorido, hube de asistir a la hija de un amigo, en una audiencia penal, de un tribunal del estado Yaracuy. Llueve. Está lloviendo impetuosamente, dice Hernán. A cantaros. Duro.
Un viejo colega sanfelipeño, chavista de corazón, de pensamiento vetusto, obcecado, pero convencido de su tendencia ideológica, se acerca hasta donde estoy, viene acompañado de una simpática mujer, morena, de tez achocolatada, diminutivos labios, ojos sagaces y tiznados; carga un bluyín apretadísimo, que denotan un abultado trasero, mis respetos camarada –me dice el colega, que no sospecha la animadversión que siento por esa expresión: “camarada”– ésta linda colega desea conocerlo.
Después del acostumbrado formulismo de presentación, la apuesta damisela se sienta a mi lado. Ella, joven al fin, comenzó a platicar de sus labores cotidianas, y, entre uno y otro paréntesis, en los que me sacaba el pañuelo para sonarme la nariz y estornudar, preguntaba qué pensaba yo –¡off! ¡Qué desunido y aislado amanecí a la sazón!– del Estado de Derecho, y del retardo judicial que soporta el poder judicial. No respondí a ninguna de sus interrogantes. No hablé de dogmas, de variables ni de premisas algunas de leyes; no, nada de ello. Mientras la encantadora abogada coqueteaba con su larga cabellera frente a mí; esperando, quizás, un sintetizado análisis de la crisis que socava, resquebraja y debilita a los poderes públicos del Estado, le conversé tan solo del amor de mi bienamada madre. “Tengo algunos libros suyos, deseaba conocerlo”. Gracias, muchísimas gracias, atiné a decirle. Este aguacero no da para más. Llueve. Siento como si me hubiesen dado una soberana pela; o, en tal caso, como si me hubiesen molido a palos.
Entre cardones y flores – Llueve a cántaros
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