Sólo para las palomas

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Llueve… pero escampa

Cuando el hombre dejó de creer en Dios, decidió creer en los ídolos que del mismo hombre surgían. Así se ha estructurado la historia de la humanidad.
Fiódor Mijáilovich Dostoyevski nos decía que “lo malo no es ya no creer en Dios, sino creer en cualquier cosa” y eso expresado de la pluma de alguien que le tocó vivir el destierro, y más que destierro la prisión de las estepas siberianas, es mucho decir.
Y es que en estos tiempos revolucionarios del siglo XXI ha surgido una nueva economía que sustituyó a la economía de mercado, es la economía de falsos ídolos, que durarán hasta que se entroniza a otro, algo más novedoso y atractivo.
40 años de éxodo y solo 33 noches de llanto
Cuenta la Biblia, y hablo de cuento para los que puedan ser ateos de los que agradecen a Dios por serlo o de los que profesan cualquiera de las religiones del orbe, que Moisés ante una realidad de más de 2000 años de opresión, recibió la misión de liberar al pueblo escogido de Dios.
Para lograrlo debió enfrentar al Faraón, lidiar con las 10 plagas de Egipto e iniciar el Éxodo.
Moisés realizó innumerables milagros para aplacar la dureza de la travesía y demostrar al pueblo de Israel que Yahvé los guiaba. Las manifestaciones divinas fueron pródigas. Para alimentarlos hizo llover maná del cielo. Para beber, les dio múltiples fuentes de agua.
Cuando Moisés subió al monte del Sinaí a recibir los Diez Mandamientos, se alejó de los hebreos por 40 días y al bajar encontró a su pueblo adorando un becerro de oro.
Finalmente, tras cuarenta años de vagar por el desierto, los hebreos entraron a la tierra prometida, pero Moisés murió a la edad de 120 años sin ver la tierra prometida, y tan solo fue llorado durante treinta días y treinta noches.
Es que a pesar de todo el sacrificio en vida, siempre prevalecerá la máxima a “Rey muerto, Rey puesto”, o como prefieren algunos “A muerto el Rey, viva el Rey”.

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Falsos profetas, falsos ídolos
Y es que si eso le hicieron a Moisés, el verdadero paladín salvador de un pueblo, que quedará para los falsos profetas o los dictadorzuelos caribeños que se creen profetas.
Pero ese es un efecto que se ha vivido en el mundo, desde hace mucho tiempo, y es la adoración de lo absurdo.
Un dictador como lo fue Cromwell, quien gobernó despóticamente Inglaterra durante muchos años, convencido de haber sido un instrumento del Todopoderoso, prohibió todos los espectáculos favoritos de los ingleses y además dejó a su hijo Ricardo de sucesor.
Tirano de verdad, pues además de creerse tocado por Dios, cerrar los teatros y prohibir los trovadores en todo el país, excepto en la Iglesia, colocó a su hijo como sucesor.
Pues bien, cualquiera que pasee por el centro de Londres puede ver la estatua del sanguinario Cromwell, que curiosamente está muy cerca del Parlamento del Reino Unido.
En Francia nadie le disputa a Napoleón su categoría de máximo dictador. Su resumen curricular dictatorial es impoluto: militar de profesión, acceso al poder mediante golpe de Estado, mando personal, único y supremo del Ejército, del Estado, del Gobierno…, de todo.
Pues bien, cualquiera que haya visitado París, habrá visto la estatua del superdictador sobre el bellísimo, altísimo y riquísimo pedestal decorado con relieves en bronce de todas sus victorias.
Ahora en Venezuela, nos dio por instituir también la adoración de lo absurdo, tapizar las oficinas públicas con gigantografías del falso ídolo, tours por el cenotafio, ya no del Libertador, sino del Comandante Supremo y hasta estatuas para adornar plazas, así sea en el Círculo Militar de Caracas.
Por eso lejos de preocuparme, me llena de avenencia, que en las inmediaciones del Fuerte Tiuna, hayan erigido ese primer busto de Hugo Chávez, no porque diga que fue un dictador, lejos está de mí esa blasfemia, sino porque los países deben tener fresca la memoria y no renegar de ella, por paupérrima que haya sido.
En la Venezuela de hoy hay una obsesiva búsqueda de lo factible. Se rinde culto al cuerpo y a la persona, para volverse esclavos de las pasiones más denigrantes y narcisistas.
Y es que un pueblo que erige una estatua a falsos ídolos para adorarlos, o que permite que se erijan, al poco tiempo termina por tumbarlas, con lo cual lo único que demuestra es su incongruencia inicial o su versatilidad final.
Mientras tanto ahí permanecen Cronwell, Napoleón o Chávez sin que le moleste nadie, excepto las palomas.
Llueve… pero escampa

@yilales

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