Si algún sentimiento no debe dominar, ahora, a las fuerzas democráticas del país, es el desánimo, la frustración, la creencia de que todo está perdido.
No es así, y basta una simple observación de los acontecimientos, para comprobarlo. Es cierto, 15 años bajo Gobierno tan nefasto es demasiado. Es un período negro de la historia venezolana. Se ha cometido un largo y funesto catálogo de arbitrariedades. Todo este tiempo es poco el valor asignado a la vida, a la verdad, al honor. Se han dilapidado cuantiosos recursos y oportunidades estelares, en medio de un grosero festín de cinismos y corruptelas.
Pero, lenta y dolorosamente, como se producen siempre las experiencias que no se olvidan, ¿acaso es ése el propósito de Dios, que no haya posibilidad de saltarnos el debido escarmiento?, las piezas encuentran reacomodo. Quizá en nuestra contrariedad tardemos en darnos cuenta, pero eso no estropea ni disminuye una realidad objetiva, incuestionable.
Por primera vez, las fuerzas del Gobierno y de la disidencia se equiparan. Son, cuando menos, semejantes, y eso sin revisar los libros del último proceso comicial, escondidos como se encubre lo que no se puede justificar. Aquel vejatorio término alguna vez acuñado, de “escuálido”, en referencia a la oposición, ha perdido absoluta pertinencia. Elección tras elección, el cúmulo de sufragios que recibe el oficialismo describe las líneas de su estrepitoso derrumbe, la abrupta pérdida de adhesión por parte de masas ahora críticas, insatisfechas, colocadas sin miedo en la acera de enfrente. La fe popular en los nuevos jerarcas del Gobierno hace aguas. Es un desplome “irreversible”, si parafraseamos al CNE, el cuestionado árbitro electoral.
La opción democrática, en cambio, se presenta cohesionada, a tono con los tiempos históricos. Con la modernidad. Su líder, Henrique Capriles Radonski, en la plenitud de sus facultades, luce asertivo, con dominio de las circunstancias y provisto de un manojo de recursos tácticos y estratégicos para enfrentarlas. Además, lejos de amilanarse, se crece en la adversidad. Cómo se nota que lo han curtido las luchas: el ejercicio parlamentario primero, y luego el Gobierno local y regional, con sucesivas e inequívocas reelecciones, al punto de que no les fueron escamoteadas; y hasta vivió y superó la dura experiencia de la cárcel, como método selectivo de retaliación judicial con fines políticos.
Por fin, el mensaje de la alternativa democrática, antes tachado de elitesco, vaporoso, enganchó con fuerza definitiva en el pueblo llano, el más golpeado por la inseguridad, por la inflación, por la ausencia de oportunidades, por el devastador efecto de las riquezas nuestras que en lugar de invertirse aquí, en bienes y servicios, se regalan a otras naciones.
El mensaje del cambio, de la búsqueda de un sendero de reconciliación y en rechazo a esta cultura de la muerte y el odio fomentada desde el Gobierno, ha encontrado un eco portentoso, dentro y fuera del país. Las muestras son evidentes. El Gobierno está sostenido por un hilo de ilegitimidad, por un aparataje institucional debilitado, con una conducción torpe, errática, confusa. Y los delitos de lesa humanidad que se están perpetrando, aparte de que no prescriben, son condenados por tratados internacionales de incuestionable vigencia. La Convención Americana sobre Derechos Humanos, ratificada por Venezuela en 1977, consagra como un derecho político el del voto en condiciones de igualdad. El derecho a elegir sin coacción ni ventajismo, y a que esa voluntad sea respetada. El Estatuto de Roma, pieza constitutiva de la Corte Penal Internacional, castiga los crímenes consumados por las fuerzas militares para ahogar la discrepancia democrática. Agotadas las instancias nacionales, si persisten en la ilegalidad, quedan eficaces medios más allá de este doméstico secuestro a las instituciones.
Hay vías. Hay precedentes. Hay razones de sobra para mantener la lucha. Sólo estaremos rendidos cuando dejemos de perseverar.