Desde la ventana de nuestra cocina la veo transcurrir en los alrededores de mi flemático vecindario, cómo si viviera en Inglaterra, pero sin los Hooligans. Escucho al lado la tímida ollita de la cachifa de mi vecino y observo al frente a dos chamos golpear calmadamente sus pequeñas latas. A tres cuadras están caceroleando cerca de las mansiones de mis ex condiscípulos de bachillerato, quienes siempre brillaron con luz propia; grandes deportistas, destacados profesionales universitarios y exitosos hacendados. Hoy, inexplicablemente chavistas; nada es perfecto.
Entre varias cazuelas destempladas distingo la cadencia grave, bien afinada, insistente y acompasada, de mi olla sancochera en las manos firmes de mi esposa. Acordamos tácitamente que después de disfrutar su arte culinario, yo lavaría los tres platos, las dos tazas y el sartén de nuestra cena, mientras ella se ocuparía de proclamar la protesta unitaria en nombre de la familia.
Después de mi «titánica» faena, me refugio en mi cama y contemplo la crisis patria tratando de alternar Globovisión con el canal del Estado… de sitio. Pero la comida se me viene a la glotis y prefiero quedarme viendo al peloncito de apellido Yustiz. Y me arrecho, pero me calmo. Estoy en este lado de la acera, donde todos creemos en algo mejor que el bodrio sociolista mesmo.
A las nueve regresa mi esposa y yo la espero con la noticia del súbito fallecimiento de uno de los platos, que tenía unas manchitas rojas de tomate y, pues yo no pude aguantar mi enojo acumulado y lo dejé caer. Ella disculpó a medias mis torpezas sempiternas y se metió resignada bajo mi sábana. Unos minutos después empezamos a roncar y a compartir flatos con toses, ella tal vez pensando en nuestros hijos y nietos y yo imaginando el ventilador con detritus que los perversos nos habrían reservado para mañana.
Ella se durmió primero. Y yo estoy aquí, preguntándome por los cohetes que muy poco le suenan al breve reinoso y tratando de analizar por qué hoy en nuestro vecindario cerrado, entró una ululante patrulla, por primera vez en muchos años y se detuvo unos minutos en la casa de unos chinos y otro rato en el palacete de un nuevo rico robolucionario.
Ahora veo el reloj, las nueve y veintiuno, temprano para dormir, y a mis años, tal vez un poco tarde para soñar…Pero seguro, soñaré.