En su casa suspendida en una ladera de una barriada de Caracas, Miguel pasa sus días leyendo, a ratos juega con un nieto, pinta una puerta o levanta una pared. Sin uniforme, no parece uno de los 130.000 civiles preparados para la guerra por la revolución de Hugo Chávez.
Un gran afiche del presidente chavista Nicolás Maduro colgado en la puerta roja recibe a las visitas, jadeantes tras subir una de las escaleras que serpentean los cerros de Catia, un sector pobre del oeste de la capital venezolana.
De camisa roja y pantalón marrón, Miguel Guevara, de 73 años, empieza su charla con una tajante presentación: «Yo soy revolucionario. Estoy completo», dice a la AFP en una abigarrada sala, de paredes desnudas, en una de cuyas esquinas se amontonan la piedra y arena con que piensa hacer el piso.
«Lo más que tengo en esta casa es necesidad, porque soy proletariado. ¿Cómo alguien del pueblo pudo votar por Henrique Capriles? Quien lo hizo fue porque ignora la historia. Ha votado al revés», reflexiona sobre la cerrada victoria de 1,8 puntos de Maduro contra el opositor, en los comicios del 14 de abril.
Miguel, con dos hijos y seis nietos, integra las Milicias Bolivarianas desde que Chávez las creó en 2005 como un cuerpo de apoyo a la Fuerza Armada para la defensa del país. El gobierno las llama el «pueblo en armas», sus detractores «guardia pretoriana».
Rocío San Miguel, responsable de la ONG Control Ciudadano y experta en temas militares, afirma que Chávez, quien gobernó de 1999 hasta su muerte en marzo de 2013, dejó una sociedad militarizada.
¡Yo voto por Chávez!
Orgulloso, Miguel muestra los uniformes que cuelgan de un tubo entre camisas, predominantemente rojas, justo a la entrada de su habitación, de manera que puerta y ropero son la misma cosa. Toma uno verde olivo, de faena, y se aparta para vestirlo.
Frente al espejo estampado con calcomanías de corazones que rezan «Yo voto por Chávez», Miguel es otro metido en el rigor del uniforme: «Ni la bota extranjera usurpará la patria, ni los burgueses podrán con el pueblo», afirma.
Rechaza hablar de armas o de su adiestramiento militar, en un lugar que no quiere revelar. «Nosotros vamos los sábados a recibir clases de ‘orden cerrado’, entrenamiento físico».
«Estoy listo en cualquier momento que llame la patria. Más no voy a decir», corta de un tajo este hombre menudo, de manos fuertes y mirada penetrante.
«Chávez creó un pequeño ejército, una organización paramilitar», dijo a la AFP el analista Raúl Salazar, ministro de Defensa en los dos primeros años de gobierno bolivariano.
Del verbo de Miguel fluyen con facilidad «imperio», «capitalismo» o «explotación del hombre por el hombre». «Los capitalistas agarran la plusvalía de las fábricas y la dan tres lochas (centavos) al obrero», explica, saliendo de su habitación.
En un pequeño cuarto al fondo de la casa, entre un canasto de ropa, un viejo colchón, una bicicleta destartalada y unos zapatos negros recién lustrados sobre una mesita empolvada, se apilan veinte cajas de libros de historia, marxismo, ciencia, derecho, ficción.
Encima, recostadas a la pared, una foto de Chávez con la banda presidencial y un cuadro del prócer Simón Bolívar, completan la biblioteca de este lector voraz. Su pareja, Lisbeth, cuenta que lee a veces hasta las tres de la mañana.
Aprendió a leer con la misión Robinson, plan de alfabetización lanzado por Chávez, y dice haber estudiado derechos humanos en la Universidad Bolivariana.
«La vida me curtió», asegura Miguel, quien relata que llegó de Anzoátegui (noreste) muy joven a Caracas, donde dormía en las calles, consumido por el alcohol.
Se ganó la vida cargando sacos de cemento, como panadero, ayudante de mecánica y tapicero. Y hace unos 50 años invadió un terreno en Catia.
Rodeado por la contrarrevolución
Chávez para él es todo. «Después de que nos libertó Bolívar, él nos devolvió la patria que habíamos perdido, sometidos a la derecha, a los burgueses. Ahora tengo que seguir a Maduro, que continuará el legado.
Yo sigo con la revolución», expresa Miguel.
«La gente me echa bromas. Me dejan excrementos aquí afuera. Aquí al lado son contrarrevolucionarios y al otro lado también. Yo soy revolucionario, ayer, hoy, mañana y hasta que muera», exclamó.
Señalando a los bloques de casas cercanos a su callejón, admite que allí, en ese barrio antes firmemente chavista, suenan cacerolazos de opositores en la noche.
«Yo les prendo el radio a todo volumen. Es bueno cuando uno vive donde está el enemigo, ahí se sabe si uno tiene fuerza en la lucha. Y yo sé luchar. Por ejemplo, este rancho lo empecé con palos y cartón y llevo años construyendo», asegura.
Con lo poco que le queda de los 2.047 bolívares de pensión -324 dólares al cambio oficial, casi cuatro veces menos en el mercado paralelo- aspira algún día a terminar su casa.
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