Los que atendemos a los turistas que visitan el estado Mérida planificamos por temporadas.
Nos preparamos con anticipación, cargados de esperanza y deudas, a la espera de quienes, a pesar del evidente deterioro urbanístico y la eliminación del aeropuerto y del teleférico, por mencionar sólo algunas calamidades, consideran que Mérida es un destino que hay que conocer, que vale la pena todavía.
Son muchas las razones para considerar que el nuestro es un lugar privilegiado, aunque otros asuntos nos impidan entender que andarse por estas tierras mágicas es como habitar un almanaque y que el soberbio escenario donde echamos raíces es un regalo deslumbrante.
De temporada en temporada, a la caza de fines de semana extendidos, simplificamos el año en unos setenta días o, con suerte, un poco más. Con verdadera vocación ponemos todo a punto porque esperamos que cada visitante -el turista es un amigo que nos visita- desee regresar ¡y regrese! Cada quien tendrá una foto interna, un recuerdo indeleble de su paso por el techo de Venezuela y de cómo fue recibido.
Por ello deseamos hacer pública nuestra indignación, ya que, sin ninguna consideración con el estado turístico de Venezuela, continúan los apagones que la falta de previsión y la ineptitud supone como necesarios.
No es justo que los negocios que se han agrupado con gran esfuerzo en lugares de mucho interés e importancia, deban cerrar sus puertas a las siete de la noche, recurriendo a la tenue luz de reivindicadas velas, cuando no a ruidosas y contaminantes plantas eléctricas que braman al cielo el fracaso de la falta de planificación y los recursos desplazados hacia otros intereses.
Estos apagones “programados”, además de los costos que acarrean a los usuarios que tienen que pagar facturas por el servicio, son otros portazos en las narices de la multitud de visitantes que transitan estas mágicas tierras.