Estamos, como es sabido, solicitando que se verifiquen voto a voto los emitidos el pasado 14 de abril. Fue un resultado muy estrecho y, pese a las dudas y observaciones, el Consejo Nacional Electoral, demasiado interferido por el partidismo según el Informe del Centro Carter del año pasado, se apresuró a publicarlos y, a velocidad record, proclamar un resultado.
Nuestra exigencia la hizo también la noche de la elección Nicolás Maduro. No sé por qué se retractó de entonces para acá, pero ese paso atrás es contradictorio con la certeza que alega y negativo para el clima que el país necesita. El Secretario General de la OEA, quien no ha sido exactamente un crítico de este gobierno, ni mucho menos, ha declarado a favor del recuento y ofrecido la capacidad técnica de esa organización a tal efecto.
La respuesta del poder ha sido, hasta el momento en que escribo, decepcionantemente automática. Demasiado arrogante. Miope en su lectura de la realidad del 14 de abril, que aunque fuera esa que los números oficiales dan, en absoluto permite interpretar que el PSUV es el país. Y menos que éste se resume en el círculo de los jerarcas. Estamos hablando de un país mitad y mitad, y tenemos que aprender a reconocernos y respetarnos.
Es una respuesta que no es respuesta. Es más, su contenido deja ver que no se sienten en la obligación de responder, porque la revolución es todo y afuera está la nada. Toque la puerta, dicen y en seguida advierten que no la van a abrir. Entonces, ¿Qué quieren? Así las cosas solo pueden complicarse. Y al decirlo aprovecho para dejar claro que no convengo con violencia alguna. Ese menosprecio, porque eso es y no otra cosa, muestra una noción del poder que no siente que se debe a todos.
El poder tiene una ética y una estética. El poder tiene símbolos que lo hacen reconocible, pero también que expresan lo que ese poder representa. Cuando el escudo de Francia remite a la revolución, lo hace al relevo histórico del Estado monárquico por el republicano, y nos habla de igualdad y libertad como valores.
En el apurado acto de proclamación del lunes pasado, el más apresurado de nuestra historia pues ni 24 horas habían transcurrido de cerradas las mesas, el proclamado Nicolás Maduro se refirió a la Presidenta del CNE como la “compañera Tibisay Lucena”, y con el mismo apelativo partidista de “compañeras” se refirió a la Presidenta del TSJ, la Fiscal General, la Contralora y la Defensora del Pueblo, y como “compañeros” se refirió al Presidente de la Asamblea, al vicepresidente ejecutivo y los ministros.
Partido y Estado no son lo mismo. Ese acto no era un acto del PSUV, o al menos no había sido convocado como tal y, por cierto, la condición de compañeros de partido está vedada para los titulares de algunas de esas funciones, como las rectoras electorales o los magistrados judiciales. Maduro, por tanto, no sólo no tenía derecho a llamarlas y llamarlos así, sino que tiene el deber de no hacerlo. Es constitucional, artículo 21 numeral 3: “Solo se dará el trato oficial de ciudadano o ciudadana”. Una cosa de igualdad y de respeto. El respeto que se debe a esas personas, a los cargos que ejercen al servicio de todos los venezolanos y a los millones que, en uso de nuestra libertad, no somos “compañeros” de esa causa.
Muy “en confianza” se sintió el proclamado. Al punto de llamar “compañeras” y “compañeros” a quienes desempeñan elevadas y delicadas funciones públicas. El que lo haga es muy mal síntoma.
#Opinión: «Compañeras». Autor: Ramón Guillermo Aveledo
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