En la morada de los muertos
reside nuestra propia historia,
la vivencia de que el silencio
lo purifica todo,
y la experiencia de que la soledad
es un auténtico infierno.
Necesitamos sentirnos amados,
los que aman saben perdonar.
Requerimos la visión de Dios
y ampararnos por su eternidad,
los que a Dios llevan nada les falta.
Sólo Jesus, que descendió
a nuestras miserias por ser Dios,
sabe de nuestro desvelo por ascender.
Tras la caída, levantarse es inevitable.
Tenemos que transformar
nuestra vida desde dentro,
crear en nosotros una vida nueva.
Que la vida es para amarse,
no para aborrecerse.
Sólo el auténtico amor nos eterniza.
Ama y vive en el amor enamorado.
El amor es más fuerte que la muerte.
La muerte es nada cuando el amor es mucho.
Nos hace falta renacer espiritualmente,
reencontrarnos con nuestra propia paz,
refundirnos en la firme confianza
de que Jesús, muerto en la cruz, resucita.
Con el anhelo de que tras el llanto
viene la calma, y que tras el desconcierto
llega la serenidad, es preciso evocar,
de que Jesus es nuestra esperanza,
porque su muerte nos ha legado
el primer testamento de amor jamás vivido.