Descubierta la orden militar que intenta repetir, en la elección presidencial del 14 de abril, la operación remolque ejecutada el pasado 7 de octubre cuando Hugo Chávez vence a Henrique Capriles mediando amenazas a sus abstencionistas, beneficiarios de las dádivas estatales, a la sazón pide el General Wilmer Barrientos, Jefe del Plan República, no involucrarlos en la diatriba.
Su pedido es pertinente. Es su deber y el de sus compañeros de armas ser imparciales, y así se los demanda el país; ello, a pesar de la excepción desdorosa que significa el marino Diego Molero, Ministro de la Defensa, rezago y mal ejemplo de su promoción.
La participación militar – no de los militares – en la política es una constante inconveniente, que encuentra como intersticio a la república civil y democrática que nos rige a los venezolanos entre 1959 y 1999. Contra la primera protestan nuestros Padres Fundadores – como Francisco Javier Yanes, sobre quien escribe oportuno el académico decano Elías Pino Iturrieta. Mas lo veraz es que la deriva de las charreteras vuelve como mar de leva, desde el día en el que 600 oficiales y suboficiales profesionales de carrera, con los Comandantes Chávez, Arias, Urdaneta y Acosta Chirinos, a la cabeza, abandonan el 4 de febrero de 1992 sus cuarteles y se van a la calle, sin propósitos de regreso.
El recién fallecido ex presidente Chávez, desde su llegada al poder se ocupa de montar una estructura partidaria militarizada como ancla de su «revolución» cívico-militar – una más dentro de nuestras muchas revoluciones – y donde el elemento militar domina bajo una extraña conjunción: al civil se le uniforma y al militar se le cambia su divisa por la de miliciano.
Militares activos o en situación de retiro ocupan los cargos clave dentro de los órganos del Estado, a nivel horizontal y vertical. Ministerios, institutos autónomos, gobernaciones, alcaldías, y dentro de éstas los puestos que controlan al personal, las finanzas y las compras, son ejercidos por «ciudadanos de uniforme». Hasta en el TSJ y los tribunales ordinarios tienen su cuota, cuyo epígono ha sido el innombrable Coronel Eladio Aponte Aponte. Hacen parte y acuden con regularidad junto a los soldados a los mitines políticos que organizan la Presidencia de la República y hasta el último municipio «revolucionario» de nuestra enrojecida y muy violenta geografía.
La cuestión de fondo, entonces, no reside en la queja de un General a quien los «chavistas» titulan como «general del pueblo» y esta vez viste la toga del vigilante electoral sin compromisos, en un instante donde la República se juega su destino entre la civilidad que garantiza Capriles, con respeto por la profesión de las armas, y el servilismo colonial a los cubanos que promueve Nicolás Maduro, sucesor de facto.
Media una situación estructural forjada a lo largo de 14 años, que es resurrección de tiempos idos y posterga a uno de los componentes fundamentales del ejercicio de la democracia, a saber, la subordinación de los cuerpos armados al poder civil constituido.
El asunto es complejo. Tanto que, hasta para la vida política cotidiana los venezolanos asumen los modos de comportamiento propios de los cuarteles. Comandos y grupos de batalla partidarias, arengas llenas de lenguaje violento y soez, particiones entre amigos y enemigos ideológicos, resentimientos que van y vienen como la arena en el desierto.
La evolución técnica e intelectual de la mayoría de los miembros de la Fuerza Armada, no obstante es un dato apreciable y digno de encomio. De «chopos de piedra», quienes se hacen Generales a sí mismos y ante sus peonadas durante el siglo XIX, pasan a ser Oficiales de escuela una vez entrado a fondo el siglo XX; hasta que, a partir de los años ’70, alcanzan reconocimiento universitario y cruzan sus oficios con las carreras liberales que realizan en las sedes de las universidades civiles.
Desde entonces se hace obligante comprometer a los militares en la vida nacional, asegurándoles su acceso a las tareas del desarrollo común. Pero también ocurre la desviación acusada y es llegada la hora de ponerle término. En diálogo con los venezolanos responsables de cuidar nuestra soberanía ha de exorcizarse la rémora del militarismo, en las estancias de las tropas y en la cultura nacional, resumida en el «gendarme necesario» y tutelar, causa de nuestro largo rezago democrático.
Si los «chopos de piedra» hacen de la revolución y en el pasado una suerte de modus vivendi – los «oportunistas» o buscadores de «empleos» quienes se escudan tras el título de «bolivianos» o lo abjuran sin cambiar de talante, según el mismo Yanes – los de ahora, algunos de nuestros oficiales de academia, por lo visto, con sus armas a discreción le cantan a la libertad mientras se dejan poseer y colonizar por los misioneros de La Habana. Una felonía sin precedentes.
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El desafío de Capriles
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