“Alcanzó la presidencia por elecciones libres y por una abrumadora mayoría –entre 60 y 70 por ciento- de los votantes. Había Parlamento, partidos políticos, etc. Jamás cometió fraude en las elecciones. Pero la dinámica de su gobierno llevaba a una asfixia de la vida democrática, a un deterioro de las instituciones. Hasta llegar a un punto tal, que era evidente que usufructuaba el sistema democrático para fines no democráticos o antidemocráticos”. Esto lo escribía Jacobo Timerman en 1955, en un contexto en el cual él, como buena parte de la intelectualidad y la clase media-alta argentina, justificó un golpe de Estado que se bautizó como “Revolución Libertadora” y puso fin a la experiencia del gobierno de Juan Domingo Perón.
Timerman, vale acotar, es uno de los personajes más difíciles de encasillar en la historia contemporánea de Argentina. Fallecido en 1999, su nombre saltó nuevamente en las marquesinas culturales gracias a que la periodista Graciela Mochkofsky publicara el libro “Timerman. El periodista que quiso ser parte del poder”, hace pocos años. El título se ajusta al retrato de este columnista, devenido en editor y propietario de medios gracias precisamente a una compleja relación con el poder.
Perón, como es sabido, significó una radical transformación de la política argentina. Con su figura, y especialmente la de Evita, se visibilizó a un sector mayoritario y excluido: cobraron vida simbólica y políticamente los descamisados. A ello se sumó un discurso nacionalista que caló en el alma de las mayorías. Un Perón salido de los cuarteles, y teniendo un amplio respaldo popular, produjo un gobierno que pese a su origen electoral, terminó sacudiendo la vida democrática e institucional del país sudamericano. Visto en la distancia, también puede decirse que como consecuencia de ello se desencadenó el dramático y violento proceso que condujo a esta sociedad, de la mano militar, a lo que terminó siendo uno de los más sangrientos regímenes de fuerza que haya padecido nuestro continente.
Perón, como suele suceder en los gobiernos personalistas –cuyas adhesiones o rechazos son de orden sentimental: se le ama o se le odia-, había polarizado a la sociedad. El sector antiperonista, en la coyuntura previa e inmediata posterior a 1955, creyó que hasta una medida en sí misma antidemocrática, como lo era un golpe de Estado, se justificaba en la medida en que le ponía freno al “antidemocrático peronismo”. Para sectores de clase media-alta, y para un sector del país pensante, debía revisarse la concepción misma de la democracia, como sistema y como valor, pues el peronismo usó el modelo para hacerse con el poder y luego lo había pervertido, dado su carácter personalista y autoritario. Para los que militaban en las filas peronistas, la democracia no era tal en la medida que los “gorilas” habían proscrito a su líder, que en aquel momento debió salir a un largo exilio.
El fenómeno de la polarización, lo sabemos en Venezuela, deja muy poco espacio para la acción política consciente, aquella distante de lo visceral. La adhesión o rechazo a un líder o a su proyecto (el cual además en un gobierno personalista pasa a conocerse justamente con el nombre del caudillo) divide a la sociedad, y cualquier acción, incluso la desaparición –real o simbólica- del adversario parece ser válida. En dichos contextos, y esa conclusión se puede extraer del espejo argentino, se relativiza el concepto de democracia y cada bando en pugna hace una lectura interesada de los principios que deben guiar a un régimen democrático.
En Argentina, la clase media-alta y una parte de la intelectualidad festejó el golpe de 1955. En los años que siguieron darían su respaldo tácito o abierto a otras salidas de fuerza, que contrariamente a ser una solución para la crisis agregaban más leña al fuego de la violencia que se gestaba al interior de los actores políticos y militares, y que tendría su rostro más violento y brutal: la dictadura de 1976.
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