«Yo no soy Chávez» repite constantemente Nicolás Maduro, aunque emular al presidente venezolano que murió en el poder después de gobernar el país por 14 años es su objetivo y principal reto.
Soy «el hijo de Chávez», insiste el corpulento hombre de espeso bigote que gobierna interinamente a Venezuela hasta que las elecciones de abril definan si el socialismo chavista extiende su mandato a dos décadas o se produce un cambio de color político en la potencia petrolera sudamericana.
Apoyado en el recuerdo del mandatario fallecido -lo nombra 200 veces al día, según un portal-, este ex chofer de autobús ungido por el propio Hugo Chávez como su heredero, busca extender la «revolución socialista» de su mentor con un extravagante discurso que mezcla religión y política.
Tras un breve periodo de luto, el hombre de 50 años al que se le quebraba la voz y derramaba lágrimas frecuentemente al comunicar el grave estado de salud del venezolano que luchó durante casi dos años contra un cáncer, regresó cambiado.
Imbuido del frenesí electoral, ahora Maduro salta, baila y grita ante sus simpatizantes, en un intento por desafiar las inevitables comparaciones con el carisma y el verbo agudo que caracterizaban a Chávez, un fuerte detractor de las políticas de Washington en América Latina y el mundo.
«Le pido a Dios, le pido su bendición y le pido a nuestro comandante Hugo Chávez donde esté, le pido que me acompañe, que me bendiga, que me ilumine, que no me deje solo en esta lucha dura, difícil», dijo recientemente en Maracaibo, la segunda ciudad más poblada del país y bastión opositor.
Y las encuestas muestran que ha trepado sobre el impulso emotivo de millones de venezolanos que se beneficiaron de los planes sociales del chavismo y anticipan que vencerá cómodamente a Henrique Capriles, líder de un bloque opositor de centro con quien ha sostenido un agrio intercambio de acusaciones.
Maduro dio un giro de 180 grados en su habitual celo por mantener la intimidad familiar y mostró al público a su hijo y habló de sus dos nietas, como lo hacía Chávez, y sacó a la luz su pasado roquero como guitarrista.
El sueño socialista encarnado
El mantra «Yo no soy Chávez» que repiquetea en cada discurso del candidato oficialista es siempre seguido de la afirmación de que nadie está mejor posicionado que él para perpetuar el heterogéneo ideario del líder muerto el 5 de marzo.
«Aquí está Nicolás, de pie. El hijo de Chávez, listo para ser presidente», dijo en un acto reciente, desatando el delirio de una multitud que enarbolaba carteles con la imagen de Chávez.
Su gran reto es mantener las corrientes oficialistas unidas para las elecciones y hacer cumplir la orden de Chávez en sus últimas declaraciones públicas: voten por Maduro.
Su historia personal condensa el sueño posible de un trabajador en la primera magistratura: con el título de bachiller bajo el brazo, Maduro comenzó a manejar buses del sistema del Metro de Caracas antes de convertirse en sindicalista, militante, cuadro político y hasta canciller del país caribeño.
Pronto mostró su lealtad con el naciente chavismo, a la postre una de las principales credenciales para su ascenso.
En los primeros años de la década de 1990, junto a su pareja la abogada Cilia Flores -que fue diputada y procuradora-, salió a las calles para pedir la libertad del entonces teniente coronel Chávez, encarcelado tras un fallido golpe de Estado.
Identificado con ideas de izquierda y antiestadounidenses, su desembarco pleno en la política llegaría unos años después con Chávez ya en el poder. Formó parte de la Asamblea Constituyente que redactó una nueva carta magna en 1999 y llegó a convertirse en presidente del Parlamento.
En octubre del 2012, tras ganar una nueva reelección, Chávez puso a Maduro en la cúpula al nombrarlo vicepresidente. «Nicolás era conductor de autobús (…) y cómo se burla de él la burguesía por eso», dijo el mandatario en aquella oportunidad.
Lejos de maquillar su pasado, Maduro suele llegar a actos oficiales manejando un autobús, en una suerte de respuesta a quienes le critican su preparación formal y su carrera política que, dicen, se aceleró más por su fidelidad que por su capacidad.
Su paso por la cancillería fue una muestra cabal de su apego a las consignas del líder.
Su gestión estuvo tapizada de críticas a Estados Unidos, blanco favorito de Chávez, y de pactos con rivales políticos de Washington. Y horas antes de anunciar la muerte de su mentor, dejó en claro que nada cambiará si llega al poder al denunciar que el cáncer del mandatario fue un «ataque» de sus enemigos.
Otro reto: el chavismo
Maduro sabe que no podrá hacer el trabajo solo, como lo hacía Chávez, y que deberá tejer alianzas dentro del movimiento «rojo, rojito» -color con el que se identifica el chavismo- para evitar que las ambiciones de poder lo dejen sin piso.
La unión entre los caciques de la fuerza pasó la primera prueba cuando el equipo encargado del Gobierno decidió devaluar la moneda en un 32 por ciento en febrero, mientras Chávez luchaba por su vida en Cuba.
Maduro recibió duras críticas por esa medida, que analistas anticipan llevará a una mayor escalada inflacionaria. Capriles, haciendo caso omiso a la afirmación de Maduro de que la decisión había sido tomada por Chávez, día a día insiste en que el responsable fue «Nicolás», como le gusta llamarlo.
Consciente de la importancia de mantener galvanizado al colectivo chavista, Maduro resumió su visión del futuro durante un acto del Partido Comunista: «Todos juntos somos Chávez. Por separado no somos nada, podemos perderlo todo».
Foto: AP