Concluyó en la OEA, este viernes pasado, el debate sobre el Sistema Interamericano de Protección de Derechos Humanos. Queda una rendija, no obstante, para que pueda reabrirse, si es que acaso los países de ese parque jurásico venezolano-cubano llamado ALBA vuelven a reagrupar las fuerzas que, por lo visto, ya le menguan en cuanto al asunto se refiere.
Los gobiernos democráticos quienes, por omisión, han permitido que se arrinconase al Sistema -sin dinero ni abogados procesadores de denuncias, quienes por ello gastan para la tramitación inicial de éstas entre 3 y 4 años- finalmente entienden que tal desafuero los deja muy mal parados y no solo a quienes lo provocan con saña e intencionalidad aviesas.
Lo importante es que ahora le corresponde a la CIDH implementar los aspectos de su reforma impuesta (reglamentaria, estratégica, y sobre prácticas), que ven con buenos ojos -pues en algo la hacen involucionar- la mayoría de los miembros del Consejo Permanente de la citada organización hemisférica.
La cuestión que subyace -de allí que el peligro siga latente- hace relación directa no tanto con los elementos formales u operativos que atañen a los órganos que amparan y protegen en lo internacional y subsidiariamente los derechos humanos ante sus violaciones por los Estados y los gobiernos americanos. Se trata, en propiedad, del extraño y mal momento que vive la democracia en la región.
Nuestros gobernantes dicen sentirse contentos por la afirmación de ésta en la casi totalidad de sus geografías, pues se realizan elecciones con regularidad. Pero ello ocurre bajo una dual circunstancia que a todos los compromete: unos usan de las formas democráticas y las vacían de contenido para establecer “autocracias electas”, en tanto que otros miran a los lados y optan por privilegiar sus intereses nacionales, a costa de la ética de la democracia y su preservación colectiva.
La mala consecuencia no se ha hecho esperar. Es ella la que mantiene hipotecada el funcionamiento a cabalidad de la Comisión y la Corte Interamericanas de Derechos Humanos, a un punto tal que ninguna reacción hemisférica proporcional a su gravedad ha tenido el retiro de Venezuela de la Convención Americana de Derechos Humanos; lo que equivale tanto como a su impune renuncia a la misma democracia y sus estándares. Se trata de una enfermedad o conspiración que, por lo visto, busca extenderse a todos los gobiernos del “eje socialista” del siglo XXI.
Esa consecuencia -o acaso presupuesto- no es otro que la idea particular que dichos gobiernos tienen y sostienen acerca de la democracia, que al fin y al cabo es y se reduce al respeto y garantía de todos los derechos humanos para todos.
Luego del Holocausto, a partir de 1945, el mundo asume como paradigma el reconocimiento de la dignidad de la persona humana, cuyos derechos fundamentales se consideran anteriores y superiores al Estado. De modo que, al colisionar las competencias o intereses propios del Estado con los derechos del hombre, sea varón, sea mujer, la controversia debe decidirse siempre en favor del hombre y de su libertad: Pro homines et libertatis, es la regla madre.
Pero transcurridos casi 70 años desde cuando la idea de la Humanidad se sitúa como el referente ordenador en el Occidente y las organizaciones públicas pasan a ser el instrumento para su realización, con cinismo inenarrable los traficantes de ilusiones del ALBA, en nombre de los mismos derechos humanos buscan imponer otra regla, a saber, que se decida -es lo que se le pide en pocas palabras a la Comisión- en favor del gobernante: Pro Princeps, es la aspiración del totalitarismo tropical y de nuevo cuño.
El argumento es simple. Los remedos de caudillos o gendarmes decimonónicos quienes en América Latina siguen hoy el ejemplo de los Castro, que hace propio el fallecido presidente Hugo Chávez Frías, creen y dicen ser la encarnación viva de sus pueblos. A través de aquéllos los últimos hablan y adquieren personalidad; dado lo cual mal pueden los pueblos -léase sus conductores y “padres buenos”- violarse a sí mismos sus derechos.
Esta visión, en países que como los nuestros asumen complacidos sus postraciones y dependencias como si fuesen arrestos liberadores y a cuyo propósito los abogados apenas sirven para redactar proclamas, está en el origen de nuestras tragedias, que no se reducen a la crisis contemporánea de la OEA.
Nuestros gobernantes, por ende, mal se avienen o conviven con órganos de protección de derechos humanos como los señalados, cuyos estatutos rezan que los gobiernos antes que tener derechos asumen obligaciones y quedan subordinados a la ley, en suma, deben responder ante sus pares de las Américas cuando en sus manos menguan la democracia, los derechos humanos que son su contenido, y el Estado de Derecho que asegura a ambas, de conjunto.
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