Estoy muy contento con la elección del Cardenal Jorge Mario Bergoglio como romano pontífice. Claro que es temprano para opinar acerca de la que será su gestión o incluso acerca de sus opiniones. Los juicios apresurados tienen, de ordinario, más de prejuicios. Es un sacerdote latinoamericano de este tiempo, por lo tanto le ha tocado vivir circunstancias exigentes. En el lapso de su existencia, Argentina padeció dictaduras, todas condenables porque dictadura es dictadura, algunas verdaderamente terribles, períodos de miedo a un Estado que antes que proteger amenazaba.
La Iglesia Católica, eterna como es, también es parte de este mundo y actúa en este tiempo. Así que a ella se la interpela y se le demanda reformas y adaptaciones, las cuales pueden y deben hacerse, y se hacen porque mucho ha cambiado, sobre todo del Concilio Vaticano II en adelante, pero siempre manteniendo aquello que es su esencia, su misión, el sentido de su existencia. Adaptarse al mundo, sí, pero como decía Mounier, jamás instalarse en él, que es cosa de conformismo e indiferencia. Del Papa no puede esperarse que imponga su voluntad o juzgársele como si de él dependiera todo, pero su liderazgo posee, sin duda, enorme importancia. Y esto es para los católicos y, en otro plano, para quienes profesan otros credos o simplemente no son creyentes.
Ahora, permítanme contarles los motivos de mi alegría. Desde que asomó al balcón ante la magnífica Plaza de San Pedro, Francisco dejó ver su sencillez, vestía la sotana blanca sin capa de armiño y un simple crucifijo plateado sobre el pecho. También notamos su sentido del humor. Había en su expresión una modestia que se filtraba con naturalidad entre las emociones del instante. Se notaba sobrecogido por la responsabilidad puesta sobre sus hombros. Los cardenales, fueron a buscar al obispo de Roma “al fin del mundo” y rogó a Dios que los perdonara por haberlo escogido. En seguida, en lugar de bendecir a la multitud, empezó por pedirle al pueblo que elevara su palabra ante el Señor para que bendijera al Papa.
Este jesuita, hijo de inmigrantes italianos cuyo padre era trabajador ferroviario, aficionado al fútbol y amigo de viajar en Metro, con larga experiencia como educador y una vida de solidaridad con los que sufren la pobreza y el hambre, escogió el nombre de Francisco para ejercer su pontificado. Lo hace en homenaje a San Francisco de Asís, el santo católico asociado a la humildad y la paciencia.
“Mientras el escrutinio seguía –dijo a los periodistas en su rueda de prensa al explicarles su escogencia- pensé en Francisco de Asís…y luego pensé en las guerras, y así llegó un nombre a mi corazón: Francisco de Asís, el hombre de la pobreza, de la paz, el hombre que ama y cuida la creación, el hombre pobre. ¡Cómo quisiera una Iglesia pobre y para los pobres!”
En su primera salida fuera del Vaticano, fue al templo de Santa María la Mayor a depositar unas flores ante la imagen de la Virgen. Calzaba zapatos negros de calle, normales, cómodos, que deben ser los mismos con los que llegó a Roma como Arzobispo de Buenos Aires. Esos gestos aparentemente pequeños, naturales, tienen un significado. Y, finalmente, ¿qué es la vida sino una sucesión de pequeños gestos?
Desde la cátedra de Pedro, cuya grandeza trasciende a toda apariencia, Francisco deberá guiar, con su sencillez a mil doscientos millones de católicos. Su palabra será escuchada y su ejemplo mirado. Podrá ayudar a que todos avancemos hacia una vida más humana.
#Opinión: Francisco Autor: Ramón Guillermo Aveledo
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