Se ha hecho hábito en buena parte de América Latina – Venezuela es el mal ejemplo – el uso cotidiano de expresiones groseras, insolentes, obscenas e indecentes, dichas con desvergüenza y mucho cinismo por parte de la clase política, en lo particular por los presidentes, en una puja de imitaciones que contamina al ambiente social.
Creen que de tal manera logransu mejor sintonía con los ciudadanos, sobre todo con la gente de a pie, apuntando a que la procacidad en el tratoes locorriente entre todos y es la forma ordinaria que tiene el mismo pueblo para zanjar sus diferencias; sobre todo dado que todos a uno se aproximan al diálogo como si fuese una guerra de honor, con opiniones formadas y mineralizadas, sin disposición a escuchar las diferentes.
Las costumbres colectivas, dentro de tal contexto y por efecto, se relajan. La informalidad esla característica de nuestro tiempo, saturado por la ofensa estéril de los opinantes, partidarios o no. La opinión razonada cede ante la agresión verbal. Y hasta la indumentaria de los gobernantes es también desenfadada, como pretendiendo ir más allá de una razón en apariencia válida: El hábito no hace al monje. Poco falta, por lo visto, para que, como alguna vez lo hace ante sus seguidores el político colombiano AntanasMockus,se haga general que los presidentes se bajen los pantalones y muestren el trasero en la vía pública.
¡El asunto no se queda allí!
No les basta la insolencia y el desenfado verbal, sino que, además, al usar las palabras deliberadamente les atribuyen sentidos diferentes y las oscurecen, según las circunstancias. Es como si a la vez que desprecian a sus audiencias – por considerarlas solo dignas de lo vulgar – además quisiesen confundirlas y dividirlas; como para que nadie más pueda amalgamarlas alrededor de las certezas y la magia de las mismas palabras, ganándoselas electoralmente. De allí que tales gobernantes, una vez como son electos,en procura de lo anterior y para impedir la pérdida del poder, hacen del “diálogo” una justa excrementicia, de muy baja estofa.
Así, la democraciasignifica hoy una cosa para unos, y para otros, otra, tanto que en nombre de ella ysus virtudes permanentes se cometen los mayores atropellos y crímenes. Y quienes a diario, desde el poder, violan la Constitución y la golpean para concentrar aún más el poder, acusan a quienes los critican de violar la ley y actuar como felones.
“La democracia – cabe advertirlo – no significa un mero traslado del capricho de unas manos a otras”, como alguna vez lo señala un ilustre juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Y cuando los mandatarios reclaman su derecho a expresarse librementehan de tener presente que, antes que todo, son los garantes de los derechos de los demás y tienen el deber de respetarlos. Y al hablar, desde sus zonas de privilegio, deben considerar que nadie los obligó a las renuncias personales que implican sus cargos. Sus palabras moldean la conducta social, apaciguándola o haciéndola conflictiva, de donde la ponderación, la diligencia y validación de las fuentes a las que apelan al hablar les es más obligante que a cualquier periodista o marchante. La vulgaridad y la opacidad verbal, como políticas de Estado, manifiestan el desprecio que el mismo Estado y sus funcionarios tienen por la gente y por la democracia. Nada menos.