#Opinión: Mi dolor es mio Por: Crisanto Gregorio Leon

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El título parece una redundancia, pero tiene su propósito. En alguna ocasión alguien me escribió sobre el dolor. Me refirió que cuando su hermano murió, su madre estaba deshecha en sufrimiento, andaba pregonando su dolencia de cada en casa, de puerta en puerta de sus amistades y familiares, en cada lugar contaba su desdicha y no encontraba sosiego a su sufrimiento.
La entristecida madre no podía borrar de su alma la pena por la pérdida de aquel hijo querido, y ansiaba encontrar tranquilidad en las palabras de los demás, en sus gestos, en su comprensión, en alguien que disminuyera la intensidad de aquel vacío asfixiante e incontrolable que la dejaba lentamente sin vida.
Aturdida por la avasallante desesperación, nadie le mermaba la intensidad de su dolor, nadie lograba aquietar su espíritu. Y así, el tiempo trascurría sin que ninguna persona de las tantas a quien ella acudía para disipar su padecimiento, fuera capaz de atenderla de la forma y manera como ella desde el fondo de su ser imploraba ser auxiliada.
Y no alcanzaba comprender por qué la gente no dimensionaba en su justa medida la magnitud de su quebranto. Para ella era inconcebible que las demás personas no asumiesen todo su dolor con la importancia con la cual ameritaba ser asimilado, porque era un calvario vivir sabiendo que su hijo estaba muerto.
Era desesperante cada instante de dolor, era un sollozo inacabable que le quebraba el ánimo y le desbarataba las ansias por existir. La vida así no era vida, pero ninguna persona dejaba en ella la satisfacción de haber sentido la aflicción tan profunda como la que ella padecía.
Le daba vueltas y vueltas al asunto buscando una explicación del por qué las demás personas no sentían lo que ella de manera encarnada estaba padeciendo y por qué la gente no hacía algo para remediar lo que sabía era irremediable, pero que no aceptaba como imposible y cada vez se llevaba una gran decepción al no encontrar en los demás consuelo a su dolor.
Quedándose seca y sin llanto, la amorosa madre seguía pregonado su dolor, pretendiendo que alguna persona entendiera el calibre de su tormento, pero nuevamente se decepcionaba al no hallar ese alguien que cual espejo, reflejara de igual modo todo el grado de su congoja.
Cada día trascurría esperando la acción precisa, la disposición exacta que aplacara aquella aflicción, pero era como un mundo sin corazón, como un grito en el desierto, como un llamado cuya voz era silenciada por el ruido de un tranvía
Al final, la mujer concluyó que fue en vano hacerle saber a los demás todo su dolor, porque si tuvo la suerte de que alguien oyera sus lamentos, sólo eso hicieron pero no la escucharon. Después de tan repetido sufrimiento y cuando los años le dieron mayor aguante, afirmaba que era como quien se hiere en un brazo o una pierna o en fin sufre una cortadura en el cuerpo, solo quien la tiene la siente, solo quien la sufre la siente, solo quien la padece la entiende y la calibra en su justa medida; porque es una herida propia y no es de otro. Que los dolores individuales, solo son eso, individuales y de cada quien. Por eso murió afirmando que, era imposible esperar de alguien que sintiera mi dolor por la muerte de mi hijo, porque mi hijo es mío y mi dolor solo es mío.
A veces amigo lector, tenemos en nuestras manos salvar la vida de otros y nada hacemos, hasta que comprendamos que pudiera ser nuestro dolor y podría ser muy tarde entonces. Solo entendemos cuando nos toca muy de cerca y en otros casos nos hacemos los indiferentes.

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