Buena Nueva
La del hijo pródigo tal vez sea una de las parábolas más conocidas del Evangelio. Es aquélla del hijo que gastó toda una herencia, que ni siquiera le correspondía. Y es la historia de cada uno de nosotros cuando hemos desperdiciado las gracias que Dios nuestro Padre nos ha dado, y que ni siquiera merecemos.
El hijo, lleno de egocentrismo, de deseos de libertad, sin pedir opinión -mucho menos permiso- y sin importarle cómo se sentiría su padre, se va de la casa con el mayor desparpajo. Y ya sabemos la historia. Tenía que sucederle lo que le sucedió: despilfarró todo y llegó a la indigencia total. Tan grave era su necesidad que quiso comer de la comida de los cerdos, pero no lo dejaban. No le quedó más remedio que regresar a casa.
¡Cuántas veces no hemos hecho nosotros lo mismo con nuestro Padre Dios! Nos hemos ido de su lado, en busca de independencia, sin contar con lo que son sus deseos e instrucciones. Deseos e instrucciones que nos ha dado para nuestro bien. Deseos e instrucciones que solemos pensar son para limitarnos, molestarnos o causarnos inconvenientes.
Peor aún es nuestra falta de agradecimiento para con Dios. Y nuestra falta de consideración. ¡Todo lo que nos ha dado y nos sigue dando en gracias! Y ¡cómo las despilfarramos! Además ¿hemos pensamos alguna vez cómo se ha sentido nuestro Padre con nuestra huída de casa? Y no nos digamos -para aplacar nuestra conciencia o para jugar a ser teólogos- que Dios no siente. No sentirá como nosotros, pero es un hecho cierto que Quien nos cuenta esta historia –inventada por El para enseñarnos como es Su Padre, nuestro Padre- es el mismo Jesús, Dios Hijo. Y, dentro de esa historia inventada y contada por El, nos da a conocer algunos detalles del corazón paterno de Dios, entre éstos, el dolor del padre y la nostalgia por la falta de su hijo.
Regresa el hijo a casa y la verdad sea dicha que no regresa por amor, sino por pura necesidad. Y aquí nos presenta Jesús la escena más conmovedora: “Estaba todavía lejos cuando el padre lo vio y se enterneció profundamente. Corrió hacia él y, echándole los brazos al cuello, lo cubrió de besos.” ¡Cuántas veces no se habría asomado el padre triste al camino para ver si por acaso al hijo se le ocurría regresar! ¡Cuántas veces no se asoma nuestro Padre Dios a vernos descarriados mientras seguimos los caminos de nuestra indiferencia para con El, de nuestras preferencias por todo lo que nos aleja más de la casa y, triste, se vuelve para esperar otro momento! (Es lenguaje figurado, pues Dios conoce hasta nuestros más insignificantes movimientos y nuestros más íntimos pensamientos. Podríamos decir que nos tiene “en pantalla” constantemente).
Y lo que esperaba de su padre el hijo que regresa, no sucede. El hijo temía el rechazo de parte de su padre. Pero no. ¡No recibe lo que merece su culpa! No hay reprensión, ni el más mínimo reclamo: sólo amor, perdón y ternura. Lo mismo pasa cuando nosotros, cual “hijos pródigos”, nos levantamos de nuestro error, de nuestras andanzas lejos de casa y decidimos regresar.
¿Qué sucede, entonces, si arrepentidos, pedimos perdón a Dios en el Sacramento de la Confesión? Dios nos perdona, y nos perdona de tal manera, que ni siquiera nos reclama, ni nos pone a pagar lo que despilfarramos. Sin tomar en cuenta nada, nos invita a comenzar de nuevo. Todo es amor y ternura para con el hijo que vuelve. Ropas nuevas que se nos dan con la absolución de nuestras culpas en la Confesión. Y celebraciones y fiesta, “porque este hermano tuyo estaba muerto (muerto por el pecado) y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado”.
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