En toda democracia, fundada en el respeto de los derechos humanos y asegurada por el Estado de Derecho, léase por una Constitución, es probable que los gobernantes se corrompan y violen la ley. Para evitarlo, el parlamento, sede de la soberanía popular, y también la prensa, forjadora de la opinión pública, teóricamente sirven de veedores o contralores. Son los garantes de la democracia.
Es posible, no obstante, que los últimos, en lo particular los parlamentarios, desvíen sus mandatos, corrompiéndose igualmente, en cuyo caso le corresponde a la Justicia poner orden en la casa de la democracia. Tiene el sagrado deber de limpiar de impurezas al andamiaje político, anulando decisiones o sancionando los comportamientos de gobernantes y parlamentarios quienes solos o coludidos incurran en felonías constitucionales. De modo que, cuando la Justicia se prostituye a manos de los jueces, y cuando éstos dejan de servirle a la ley, la libertad dentro de la república muere, así pretendan embalsarmarla.
Revisada nuestra historia y observado el tiempo corriente, cabe decir, en suma, que así como ayer las raíces de la democracia son aplastadas por las botas de los soldados, ahora, formalmente instalada, se la usa y desfigura, con auxilio de los guardianes de la Constitución, para vaciarla de contenido.
Las sentencias dictadas por el Tribunal Supremo de Justicia el pasado 9 de enero y el reciente 8 de marzo, para tratar la cuestión de la enfermedad, muerte y sucesión del presidente Hugo Chávez Frías, de conjunto y deliberadamente le han puesto cimientos a un gobierno de facto en Venezuela, de espaldas a la soberanía popular.
Digan lo que digan, todas a una aceptan que un Presidente puede ejercer, una vez electo, sin necesidad de jurar su lealtad a la Constitución; que puede jurar en el momento en que pueda y ante la autoridad que libremente escoja; que al designar a dedo a su Vicepresidente, éste y aquél ejecutan sus tareas sin límite de tiempo constitucional; y cuando el primero desaparece, su vicepresidente, sin ser electo y tampoco jurar, ejerce como Presidente. Nicolás Maduro, como se sabe, firma como Presidente Encargado de la República el decreto de duelo por la muerte del mismo Chávez, sin juramento previo. Lo que es más ominoso, por obra de las sentencias que redacta la magistrada Luisa Estella Morales, cabeza del TSJ, el vicepresidente Maduro ahora es “Presidente Encargado de Venezuela” y no más vicepresidente. La Constitución dispone lo contrario, pero poco le importa.
Cuando media una falta absoluta del Jefe de Estado, mientras el pueblo elige a otro, a un “nuevo Presidente” como reza el artículo 233 constitucional, el Vicepresidente o el Presidente de la Asamblea, según los casos, asumen el Poder Ejecutivo en calidad de “encargados de la Presidencia” sin dejar de ser lo que son, pues se “encargan”, justamente, por ser lo que son y mientras llega el “nuevo Presidente”. La única excepción ocurre si la falta absoluta del Presidente tiene lugar al término y no al principio de cada mandato constitucional.
La consecuencia grave del atentado que le irroga a la democracia la juez Morales no se hace esperar. Quien ahora ocupa la Presidencia de facto puede ser candidato, sin renunciar, en fraude al mandato que contiene el artículo 229 constitucional y mediante una desviación judicial de las palabras de éste. Henrique Capriles Radonski, si es candidato de la oposición, como gobernador que es, debe separarse de su cargo; Maduro no, porque así lo dispuso la Morales, con desprecio por la moral democrática.
A Luisa Estella Morales, por lo mismo, cabe atribuirle la responsabilidad de este desaguisado y así la recordarán los anales de nuestra democracia. Ella representa a cabalidad, tristemente, al leguleyo del cuento Los Batracios, escrito por el insigne Mariano Picón Salas.
El Coronel Cantalicio Mapanare, capataz de fundo, una vez como llama a la peonada para informarles que asaltará la Jefatura Civil de su pueblo y al invitarla a que beba miche, pide le llamen a su abogado. Éste, ladino y con voz baja, previene a Mapanare sobre las consecuencias de su acto insurreccional, pero acepta el regaño que le viene de sopetón y asume su papel de cagatintas: ¡Usted nada sabe de armas, limítese a escribirme la proclama! Y eso hace.
Pero cuando las tropas constitucionales apresan a Mapanare, cuyos peones antes le ascienden a General en nombre de “la República” y llegado el momento crucial lo dejan solo – ¡a mí me trajeron! – junto a él cae, bajo cargos más severos, el cronista taimado de la gesta. El abogado del Coronel muere luego en la cárcel, ahogado bajo la fetidez de sus aguas y la mirada escrutadora de los batracios, que nadan fríos a su alrededor.
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