Es innegable que todo ser humano está destinado a morir de un momento a otro. Pero la desaparición o supervivencia de quién tiene en sus manos el destino de toda una nación conlleva características muy especiales que, a riesgo de ofender la sensibilidad de muchos, parecen inevitables.
Al historiador no se le oculta que con frecuencia la vida política de una nación va estrechamente ligada -incluso condicionada- al rol de un individuo. Con cierta frecuencia surgen situaciones donde existen personalidades tan decisivas que gran parte de la vida pública de un país gira a su alrededor.
En esos casos es casi imposible separar una tragedia personal o familiar del vendaval de pasiones que rodean las actuaciones del personaje.
Puede ser verdaderamente doloroso ver el calvario individual de algún protagonista político convertido en pieza de ajedrez de un juego donde que intervienen muchas manos -casi todas interesadas- para manipular la situación del enfermo en beneficio de una u otra persona o tendencia.
A veces -y la historia lo demuestra- aún el entorno más íntimo del doliente actúa por motivos que van más allá de las necesidades directas de un paciente al que se considera de alto valor político.
Para atenuar esos traumas en sociedades civilizadas existe una previsiva institucionalidad encaminada a preservar la dignidad y la integridad no sólo de la nación, sino también del afectado líder cuya presencia directa es decisiva para el futuro en determinada coyuntura.
Hoy es ejemplo el Papa Benedicto XV quién – consciente de las limitaciones que la edad avanzada imponen a su actuación como Jefe de la Iglesia – toma la decisión casi sin precedentes de apartarse de las responsabilidades un solio pontificio – entregándose a manos de una institución milenaria que cuenta con amplios recursos para afrontar al inesperado drama por encima de toda especulación.
Otras veces se vuelve trágica la existencia misma de un ser humano cuya gravedad – quizás agonía – no recibe la tranquilidad del reposo físico y emocional indispensables para el buen morir del más anónimo.
Ese padecer podría atenuarse si las fuerzas políticas que mayor poder concentran respetan lo que sabiamente disponen las constituciones y leyes de toda nación organizada.
Lamentablemente el excesivo culto a la personalidad inexorablemente desemboca en un callejón sin salida que convierte a quién alguna vez mandó mucho en pieza impersonal dentro del choque de intereses que sigue a su desaparición física. Porque casi todos olvidan que es un soplo la vida.