El deseo de volar ha estado presente en la humanidad desde hace siglos. La historia se remonta al día en el que el hombre se paró a observar el vuelo de las aves y a envidiarlas.
El ejemplo más conocido es la leyenda de Ícaro y Dédalo, que encontrándose prisioneros en la isla de Minos, se construyeron unas alas con plumas y cera para poder escapar. Ícaro se aproximó demasiado al Sol y la cera de las alas comenzó a derretirse, haciendo que se precipitara en el mar y muriera.
Ese deseo de volar y los accidentes que en su intento se generan, también han sido fuente de inspiración de muchísimas películas.
Hace unos días me llegó una historia sobre accidentes aéreos, sobrevivientes y abusos, la trama iba más o menos así:
Unas niñas huérfanas viajan con la superiora del orfanato y tienen un accidente aéreo quedando a la buena de Dios en una isla desierta. Los tripulantes fallecen y solo se salvan las niñas y la superiora, que es puesta en la cabina del piloto a la espera de ayuda.
La mayor de las niñas es la única que tiene acceso a sor María. Es ella quien transmitía las instrucciones y órdenes de la monja a sus compañeras de desventura, siempre con el introito “la hermana María dice que…”, por lo que las jóvenes obedecían diligentemente, sin chistar.
En esa situación transcurren años y años. En ese tiempo van a ocurrir todo tipo de abusos por órdenes de la monja. Tantos abusos que se llega a odiar a la reverenda. Hasta que llega un grupo de rescate y la historia da un giro total, cuando los rescatistas entran a salvar a la monja y se encuentran con un esqueleto, con apenas vestigios de haber pertenecido a un ser viviente.
La mayor de las sobrevivientes pasó años, dando instrucciones, firmando órdenes y decidiendo el destino de las demás, usando las supuestas erudiciones de una superiora ya fenecida, cuando en realidad solo obedecía a sus propios caprichos y antojos, para ejercer de manera abusiva el poder.
Las abusadas nunca supieron la verdad, a veces dudaban pero tenían fe ciega, hasta que la realidad las alcanzó.
Este cuento se parece mucho a un país en el que se dan instrucciones, se devalúa la moneda, se habla del incremento de la gasolina, se suben las unidades tributarias, es decir se incrementan lo impositivo, que siempre pecha al más pobre, pero se hace “para beneficiarlos”. Todo esto usando la frase “él dice que…”.
La devaluación no es más que un ajuste necesario preceptuado por él. Los impuestos son para que pague el más rico, no importa que sufra el más pobre, por el amor que él les tiene. El aumento de la gasolina, ordenada por él, es para que los burgueses apátridas que usan “ese lujo llamado carro” financien la refinación de lo que la naturaleza nos dio.
No importa que hayamos dilapidado más de lo que se invirtió en la reconstrucción de Europa luego de la Segunda Guerra o que comprásemos voluntades regalando petróleo, ni mucho menos que tengamos el índice inflacionario más alto del continente, lo importante es que “él lo mandó a decir”.
Aquí el guion está escrito. Aunque no somos náufragos en una isla, parecemos. Recibimos instrucciones de un ser, vivo o interfecto, que solo han visto los elegidos. Eso será así hasta que la verdad nos estalle en la cara y nos percatemos que hemos estado satisfaciendo caprichos de unas viles entelequias.