Del Guaire al Turbio
11 de febrero, fiesta de la Virgen de Lourdes, martes de carnaval y la inusitada noticia: la renuncia del Papa. Cuando me lo dijeron, creí que era una clave para comunicarme un acontecimiento local. Luego me pregunté si en carnaval se gastaban bromas como el 28 de diciembre. Al constatar la realidad, me sentí anonadada. Lloré. Nunca pensé que vería otro Pastor.
Octubre de 1977. Munich: congreso mundial de Medios de Comunicación y Evangelización. El nuevo arzobispo de la ciudad y también nuevo cardenal,
nos recibió a los delegados en la misa dominical vespertina en la catedral, oficiada por él. De sus manos recibimos la sagrada comunión. Nos dio un espléndido banquete en un elegante restorán. En el mismo plano y de pie frente a él -yo a muy pocos metros- oímos su discurso en alemán -nos dieron copias en inglés- y me sorprendió la belleza de la lengua que salía con perfecta dicción de los labios de Joseph Ratzinger. A sus 50 años, la tersa tez sonrosada, el cabello blanco y dentro de sus cardenalicias galas rojas, me pareció un príncipe. Sí, de la Iglesia, porque su origen, lo supe tiempo después, era humilde: hijo de un policía. Un detalle gracioso: me encontré en Munich con la antigua institutriz de mis sobrinos Álamo Cupello que había regresado a su patria, le pregunté si le agradaba el cardenal arzobispo y me contestó en su español mocho: “No. Demasiado bonito”.
Seguí la trayectoria del “demasiado bonito” a través de libros, entrevistas y hechos. Admiré la gran lucidez de sus ideas, del teólogo innato y estudioso, ortodoxo y avanzado. Cuando lo eligieron para la Cátedra de San Pedro ese 19 de abril de 2005, exulté. Y ahora…
Se agitan las olas enroscadas por el viento del huracán. Los nubarrones grises, casi negros, esconden el sol. Sólo iluminan, como repentinas y rápidas grietas en el cielo, los rayos que de allí se desprenden para clavarse en las aguas. Acompañada del estallido del trueno, la tempestad sobrecoge, asusta, estremece. ¿Quién no siente miedo y angustia ante este aterrador espectáculo que parece la gran ira de Dios? Y sin embargo, todo es superficial.
Vayamos al fondo. En el abismo azul donde apenas llega la luz, los peces, de grandes y dulces ojos, hacen sus curvas natatorias en calma. No hay prisas ni inquietudes. No se enteran de lo que pasa arriba. Me contó una vez alguien que intentó hacer pesca submarina: bajó con todo su atuendo para bucear y arpón en mano. Se encontró con aquel mundo sereno, los peces no le huían, más bien lo miraban con acogedora curiosidad, ¡ah, sus ojazos inocentes! No pudo. Volvió a la superficie. Regresó muchas veces, sin el arpón, para gozar de esa paz profunda del mar.
Así nosotros. En la superficie del alma se topa lo psíquico con lo espiritual y germina nuestra sensibilidad. Allí los inevitables ciclones de la vida nos azotan. Inquietud, llanto, zozobra, desolación… pero que no lleguemos jamás a la desesperación. Nademos alma adentro, hacia donde se realiza nuestro íntimo encuentro con Dios. La fe es la luz del azul profundo. Pero tenemos que buscar con empeño ese encuentro y esa luz, si es que no hemos llegado aún a la gloriosa conjunción de nuestro espíritu con la divinidad.
Duele la renuncia de Benedicto XVI. Como lo comentaba con una amiga, duele más que su muerte. Ésta es la culminación natural de una vida, en cambio la abdicación es una interrupción brusca y repentina de una brillante trayectoria como Jefe de la Iglesia. Motivos hay de sobra para comprender su decisión. Él es apenas año y tres meses menor que yo, así, somos de la misma generación. Si yo a veces no tengo fuerzas para arreglarme y salir a hacer una tonta diligencia, ¡qué se puede sentir teniendo sobre los hombros la carga de la Iglesia universal!
Pero vendrán los comentarios, las conjeturas, las suposiciones mal intencionadas y todo eso nos golpeará en el corazón. Sin embargo, no nos dejemos amilanar, ¡ánimo! Braceemos hacia la sima del alma, donde son lo mismo, se identifican, la serenidad espiritual y la paz profunda del mar.