Cada día que transcurre, la inseguridad va copando más espacios y acorralándonos en nuestros hogares.
La delincuencia ha ido ocupando aquellos que los ciudadanos forzosamente hemos tenido que abandonar en aras de conservar el supremo valor de la vida, pues perdida ésta lo que queda es el vacío acompañado de una mezcla de ira, llanto, lamentos y toda esa secuela de frustraciones y dolorosos sentimientos humanos.
Esto -grosso modo- suelo decirle a mis alumnos en la Universidad: El Estado constituye una ficción jurídica ideada por el hombre con el fin de satisfacer sus necesidades colectivas: materiales (entre otras: vivienda, vestido, alimentación, acueducto, alumbrado) e inmateriales (religiosas, morales, seguridad interna y externa). Si el Estado no logra satisfacer las necesidades colectivas, no tiene razón de ser y su satisfacción a medias conforma un Estado irregular, en crisis o en quiebre.
En sus orígenes, el hombre se constituyó en comunidades por su sentido gregario y con la finalidad de satisfacer precisamente las necesidades primigenias que sólo agrupándose podía atender a mayor cabalidad. Luego y a medida que la civilización iba in crescendo, fueron surgiendo más necesidades o demandas del conglomerado humano tendente a mejorar su calidad de vida, requerimientos que la razón y el cultivo de principios éticos y religiosos con la ayuda de la ciencia y la tecnología, manifestadas en descubrimientos como la imprenta, la energía eléctrica y otros, que sería prolijo enumerar aquí, ha venido llenando a través de los siglos.
El Estado, en síntesis, fue creado para satisfacer los requerimientos de las comunidades, incluyendo en éstas el orden y la seguridad interna y como corolario, el principal: «el derecho a la vida». Ello constituye una obligación cuyo cumplimiento le es ineludible y su incumplimiento es injustificable e imperdonable. De aquí que los diferentes conglomerados humanos que integran las naciones, al concebir sus Cartas Magnas o Constituciones para normar la conducta y convivencia de sus habitantes, establecieron como derechos humanos y garantías, entre otros, el de la inviolabilidad de la vida. De tal forma, el artículo 43, de la nuestra, es tajante: «El derecho a la vida es inviolable. Ninguna ley podrá establecer la pena de muerte, ni autoridad alguna aplicarla. El Estado protegerá la vida de las personas que se encuentren privadas de su libertad…» Como complemento de éste, pauta en el 55 que el Estado debe brindarle protección a las personas a través de los órganos de seguridad ciudadana, frente a situaciones que constituyan amenaza, vulnerabilidad o riesgo de su integridad física, sus propiedades, el disfrute de sus derechos y el cumplimiento de sus deberes.
Pero en tiempos de revolución, esto se ha convertido en letra muerta. Las páginas rojas de nuestros diarios, teñidas del color revolucionario preferido, y los noticieros digitales, nos reportan a cada instante dolorosas violaciones de tan hermosos preceptos legales, y nos hacen compartir humanamente con los familiares de las víctimas, sus sufrimientos: el dolor de una madre, que al perder su hija expresa: Ella «era mi sol»; el de una fiscal del Ministerio Público cuya anciana madre fue muerta luego de haber sido torturada; el dolor de un excandidato presidencial cuya aflicción enmudeció su elocuente verbo y ante el peso del dolor sólo alcanza a expresar: Murió mi hijo, es lo único que puedo decir… o la joven abogada abaleada por negarse al despojo de su vehículo. Y qué decir, después de la masacre, de la protección que el Estado les debe a las personas privadas de libertad, como lo establece el referido artículo 43. Me pregunto: ¿Todos eran irrecuperables? Sencilla y llanamente, vivimos en una sociedad en crisis por sus elevados signos de violencia: crisis de valores, crisis de principios, crisis de humanidad.
El odio de clases y la violencia aupada por el gobierno ha contribuido notablemente a dar tan amargos frutos. Cuesta creerlo, pese a algunas afirmaciones en tal sentido, que ello se deba a una política de estado, para mantener de hecho un toque de queda y debilitar y sojuzgar por el miedo a amplios sectores opositores, como un diabólico y maquiavélico recurso para permanecer en el poder. Hasta cuándo soportaremos esto, me pregunto. ¿Se lo legaremos a las generaciones que logren sobrevivir? ¿Usted qué opina amigo lector?