Correa: Un imán de amores y odios que devolvió la estabilidad a Ecuador

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Carismático, autoritario, laborioso o prepotente, el presidente de Ecuador, Rafael Correa, favorito a la reelección, despierta amores y odios tras una gestión que devolvió la estabilidad a un país con fama de ingobernable y en la que ganó protagonismo internacional.

«Las características de mi personalidad son positivas para los ecuatorianos: soy decidido, frontal, objetivo, racional, pero si le caigo mal a alguien, ¡qué le vamos a hacer!», se justifica este economista de izquierda, adepto a la confrontación y quien asegura que, de ser reelecto, éste será su último período.

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«No me eligieron míster simpatía para contentar a todo mundo, sino para sacar la patria adelante, y es indudable que estamos haciendo historia», subraya el mandatario, de 49 años, favorito para obtener un nuevo cuatrienio el domingo, y a quien encuestas dan una aceptación de hasta 80%.

Correa, en el poder desde 2007, nació en un hogar humilde en Guayaquil (suroeste), por lo que se define a sí mismo como un clase media-baja que pudo estudiar gracias a becas.

Pese a que creció lejos de su padre que estuvo preso en Estados Unidos por tráfico menor de drogas, obtuvo un maestría en la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica) y se doctoró en la Universidad estadounidense de Illinois.

A su regreso a Ecuador se vinculó con la academia y en 2005 fue despedido del ministerio de Finanzas, donde estuvo tres meses, por sus posturas radicales contra los organismos extranjeros de crédito.

En cuestión de meses fue candidato y luego líder de una nación que hasta entonces había tenido siete presidentes en una década, caídos bajo revueltas populares.

Ya en el poder expropió bienes a banqueros envueltos en casos de corrupción, forzó a las petroleras a cambiar sus contratos en beneficio del Estado y suspendió el pago de un tramo de la deuda externa que consideró ilegítimo.

También puso fin a un convenio que permitía a Washington operar una base antidrogas en Ecuador, y en 2011 expulsó a la embajadora estadounidense Heather Hodges tras revelaciones de WikiLeaks que desataron una crisis de seis meses.

Asimismo, rompió relaciones con Colombia durante 20 meses por una incursión militar en Ecuador contra una campamento clandestino de la guerrilla de las FARC, en 2008.

Aunque impulsor del «socialismo del siglo XXI» de su aliado venezolano Hugo Chávez, el presidente ecuatoriano se muestra menos radical. «No somos anticapitalistas, antiyanquis o antimperialistas», dice, y considera que uno de los errores de la izquierda tradicional fue haber «negado el mercado, el espacio para la economía capitalista».

En agosto pasado cobró protagonismo al conceder asilo al fundador de WikiLeaks, Julian Assange, refugido en la embajada ecuatoriana en Londres. Pero una de sus peleas más duras tiene como contraparte lo que llama «la gran prensa», a la que descalifica en sus discursos.

Correa, que acusa a la prensa privada de conspirar para desestabilizarlo, venció en juicio al diario El Universo -al que demandó por injurias- y a dos periodistas contra quienes se querelló por daño moral a raíz de un libro que denunció contratos de un hermano suyo con el Estado.

En ambos casos extendió un perdón judicial, pero a nivel internacional no evitó labrarse fama de agresor de la libertad de expresión.

También se ha enfrentado con un sector indígena por la explotación petrolera y minera.

Correa vivió el momento más difícil de su gobierno el 30 de septiembre de 2010, cuando cientos de policías se rebelaron contra una ley que cambió su régimen salarial. En ese momento adoptó una actitud temeraria.

«Si quieren matar al presidente, aquí está, mátenlo», gritó aquel día, abriéndose la camisa ante los uniformados, que luego lo golpearon y cercaron en un hospital donde se refugió.

Correa asegura que esa protesta fue instigada por la oposición para derrocarlo, radicalizándose contra ese sector al que insulta y ridiculiza imitando a sus dirigentes.

Pero esos conflictos parecen no hacerle mella al presidente, que disfruta mezclándose entre la gente como justiciero de los pobres gracias a una fuerte inversión social, y se ha creado una fama de seductor que explota la prensa rosa.

«La gente siente que hay alguien al mando del timón. Genera confianza por el nivel de trabajo que despliega, la exigencia con sus funcionarios y el grado de cumplimiento de obra pública», resalta el sociólogo Hernán Reyes.

Foto: AP

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