Cenizas a 4,30
Ya nos disfrazamos de país contento, ya el bikini de la vedette de circo perdió sus obligados encantos. Hoy es miércoles de ceniza. De la ceniza del bolívar. Y es momento de hablar.
Despertamos y de pronto los placeres son más caros. Nos enfrentamos por quinta vez a esa especie de posguerra ontológica del Libertador en papel moneda. El placer de ayer era a otra tasa, el recuerdo era más barato y la nevera se vacía a las 6.30 (cifra, hora, coordenada), cuando más pega el hambre. Lo que antes era escándalo hoy es hábito del poco asombro, del sacrificio continuo, de la entrega a los sufrimientos y el cálculo siempre desfavorecedor de la resignación.
Bolívar es la persecución, la dificultad. Y el bolívar fuerte es la mentira. Seis veces por un Washington (dialéctica fatal de los héroes), hasta 30 por una lechuga verde (o negra, o roja). Un Bolívar débil y desabastecido, burlado, manoseado: ese es el nuestro. Seis veces nos desmigajamos y la vida se hace más inaccesible, y se devalúa la existencia, y se devalúa la sonrisa, las ganas, la esperanza. La vida tiene aquí sus restricciones. Sus cifras, sus horas, sus coordenadas. Lechugas podridas, vanidad, ensalada venenosa, indigestión.
En un país donde el barril de petróleo se chorrea y el poder retoza entre enriquecimientos impensables y grotescos, el bienestar común es el pretexto, el fetichismo verbal para subyugar al que piensa distinto y garantizar las fortunas individuales. La devaluación es el fortalecimiento de una debacle, el plomo que acelera a la caída. El diferencial es la riqueza de otros, la comodidad de la rodilla, el aliciente de la fidelidad.
Cuando parece que el sfumato es la estrategia económica más querida del gobierno, se va haciendo imposible la salida e improbable una solución definitiva. ¿Cuál es la opción del venezolano? Los mercados negros (y rojos y verdes) donde se venden las voluntades, donde es ilícito prostituirse por un diferencial de bolívares, donde se negocia la dignidad por un tipo de cambio. ¿Cuánto vale tu cabeza?
Este nuevo período transparente (en el sentido de la agobiante visibilidad que el vacío nos ofrece) promete darnos alegrías por temporadas y cupos aprobados de prosperidad. El débil seguirá siendo utilizado como estadística, como cómplice y relleno de un sistema político deshonesto. Los pobres no somos Chávez. Somos todos.
Todos los que vamos empujando la coma y subiendo la tarifa de nuestro pellejo. Todos los que comparamos entre el ayer y el hoy, que no es otra cosa que lo que teníamos y hemos dejado de tener. Todos los que lloramos recuerdos a 4,30, como símbolo del ayer pre devaluado, de la gloria siempre dolorosa del bolsillo vacío, del placer que se va apartando (y devaluando) con la misma rapidez del país que fuimos.
Zakarías Zafra Fernández
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